Del libro “El manuscrito de Aviñón" (año 2016)
Jean y Lorena: siglo XVII. El
retorno de la Peste Bubónica
El caballo agotado y echando
espuma por la boca cayó al suelo para no levantarse más. Pero ella había
conseguido su objetivo, lo había logrado, estaba a salvo a las puertas de una
ostentosa ciudad, lejos de su tierra y sana, había escapado de la Peste que
asolaba España y que en cuatro meses había acabado con gran parte de su ciudad
natal, Sevilla.
Esta ciudad, una de las
más habitadas de Europa, se vio asolada por una epidemia en poco tiempo y
tardaría muchos siglos en recuperarse. En 1649 la actividad
económica de Sevilla, gracias al comercio con América, la situaba en primera
fila. Pero su condición de puerto interior, con el continuo ajetreo de
embarcaciones y personas, sería una trampa que llevaría a la villa a iniciar su
decadencia.
Al principio todo había
parecido un mal menor. Ella, al margen de las habladurías sobre unos gitanos
que habían llegado al puerto, enfermos, y que habían encontrado la muerte en
Triana, seguía disfrutando del sol otoñal después de un caluroso verano y
aquella lluviosa primavera que había anegado la ciudad. Era un clima inusual. Los
naranjos se habían levantado hace unos días con azahar entre sus hojas, no
mucho, pero algunas ramas parecían haberse equivocado de estación. La luz del
sur lo iluminaba todo y en el puerto se oían los gritos de los marineros que
llegaban de las Indias con su mercancía de especias, oro, plata y multitud de
riquezas que llenarían las arcas del rey Felipe IV, “el Grande” o “el Rey
Planeta”, como le llamaban, y financiarían sus batallas y sus crisis dejando a
España en bancarrota. Lo cierto es que aquellas lluvias que inundaron la ciudad,
y que al retirarse las aguas habían dejado las calles llenas de cadáveres de
animales, junto con los calores veraniegos, habían convertido cualquier lugar en
auténticos nidos de ratas y suciedad, y las corruptas autoridades no hacían
nada para evitarlo. Tal vez ese fuese el foco de la infección de la que
hablaban las gentes. Habría que tener cuidado con el agua y no frecuentar
lugares muy masificados.
Para ella todo empezó a
cambiar durante un paseo por el Arenal. Llevaba varios días sin salir de su
vivienda por miedo al contagio de la que parecía ser la temida Peste Bubónica,
pero los víveres se habían terminado y sus padres necesitaban alimento. Ella
era joven y estaba sana, se arriesgaría y lo conseguiría más rápida que algunos
de los criados que empezaban a tener síntomas alarmantes.
Había olor a podredumbre, a desolación, y el
aire estaba denso por las cenizas procedentes de las hogueras que incineraban
enseres, casas y habitantes: cientos de muertos, miles en poco tiempo. En
muchas de las principales puertas de la ciudad se habían abierto enormes fosas
donde tiraban los cuerpos sin identificar y les echaban cal viva. Niños,
mayores, jóvenes, hombres, mujeres; montones de cuerpos se encontraban
abandonados en las calles, para terror de los viandantes, y algunos, escondidos
en las casas, intentaban ocultar a sus muertos, por poco tiempo, porque pronto enfermaban
y morían y las casas eran quemadas con todos sus habitantes dentro.
Lorena quería pensar que
la enfermedad de sus padres nada tenía que ver con la Peste que asolaba la
villa. Su madre llevaba mucho tiempo delicada y casi a las puertas de la muerte,
al menos eso se temía, y su padre, decrépito por la edad y el cansancio de toda
una vida, también se moría, pero de hambre. Los criados tenían debilidad por
los días que llevaban con racionamiento de cualquier tipo de alimento, al menos
eso quería creer ella. Tenía que tener cuidado. Si sospechaban lo más mínimo,
las autoridades los meterían en el mismo saco y pronto un carro maldito los
arrastraría hacía la inmundicia, compartiendo una tumba común donde nunca
podría llorarles. Después de muchas horas logró que le vendieran un trozo de
tocino viejo, queso y algo de pan duro. Compró también vino, aunque parecía
vinagre y más bien le serviría para intentar ahuyentar a las ratas que todo lo
invadían. El camino de vuelta a su casa se le hizo interminable, tedioso, y el
olor a muerte no dejaba respirar. Tuvo que mojar un pañuelo y ponérselo sobre la boca para aislarse del
fuerte hedor que lo envolvía todo y que había convertido las calles en un cementerio.
También tuvo que esconderse de personas desesperadas que robaban e incluso
mataban por un trozo de comida. Todo era mucho peor de lo que esperaba. Cuando
logró llegar y entrar en su vivienda, llamó a gritos a los habitantes de ésta
deseosa de ofrecerles los pocos víveres que había conseguido. Nada le
respondieron. Su padre estaba en la misma cama que su madre, ambos con las
manos entrelazadas, resultaba una estampa entrañable, pero seguían mudos. Al
acercarse más a ellos vio el color gris de sus caras y sintió el frío de sus
miradas. Los dos estaban muertos y los criados habían desaparecido. Era ya
demasiado tarde. Lo peor era que si intentaba enterrarlos, al verla con los
cadáveres, las autoridades pensarían que murieron apestados, como tantos, y
posiblemente que ella también lo estaba y la detendrían. No podía pensar, las
lágrimas lo tapaban todo, se sentó en el suelo sin saber qué hacer: arriesgarse
con el entierro o huir. Así pasó más de un día conviviendo con sus difuntos
padres, hasta que la necesidad de fugarse y el miedo se apoderaron de ella. Al
anochecer, Lorena robó un caballo del establo de un vecino, uno de los pocos que
se había salvado de la quema, e inició la huida de la ciudad. Fue escondiéndose
en cada rincón y de cada sombra. Pero para poder escapar y que la dejaran
atravesar las puertas, se hizo pasar por un enterrador camuflándose con ropa
vieja, una capa y una capucha negra. Luego acompañó a un carro hasta una fosa
común, amarrando el caballo al carromato, así nadie lo intentaría a robar y no
se acercarían, ya que pensarían que estaba infectado. Además, ninguna persona
osaba acercarse a los enterradores. Al fin y al cabo, ellos eran lo más
parecido a la parca.
Así salió de Sevilla,
exhausta, con lo puesto y lo poco que pudo coger de su casa y esconder entre
sus ropajes. Durante más de un mes estuvo por la península escondiéndose de la
Peste que empezaba a asolarlo todo, durmiendo en caminos solitarios, comiendo
lo que podía encontrar sin llamar la atención. Cuando llegó a los Pirineos, se
unió a unos pastores a cambio de algunas monedas que aún le quedaban, cruzó con
ellos a Francia y se dirigió hacia Marsella. Pensó que, al ser puerto de mar,
tal vez, podría coger algún barco hacia las Américas. Imposible, todo estaba
colapsado. De manera que se unió a una caravana de especias que se dirigían a
una ciudad llamada Aviñón. Quedaban
varios días para llegar al destino cuando Lorena se separó de la caravana y
emprendió el camino sola. Antes de llegar a las puertas de la ciudad, vio cómo
se acercaban a ella un grupo de jinetes y puso a galope al caballo temiéndose lo peor… Y ese fue el último recuerdo antes de despertarse en una ostentosa
cama de una casa de Aviñón.
Estaba a salvo. Un
comerciante le había visto caer del caballo y la había llevado a su vivienda, ofreciéndole
alojamiento y cuidados durante los días que había tardado en despertar. Jean,
que así se llamaba, la había encontrado desmayada en el suelo y en mal estado a
las puertas de la ciudad y avisó a un médico: “tan sólo agotamiento y un leve
porrazo en la cabeza al caer del caballo”- fueron las palabras del galeno-.
Pero había dormido varios días atendida por la sirvienta de su protector. Al
despertar, encontrándose bien, se levantó de la cama y se miró a un espejo que
había en la alcoba. Estaba muy delgada, aunque en su rostro no se percibía ya
el agotamiento de días anteriores. Contempló asombrada la cámara en la que se
encontraba: la habitación era muy amplia y alegre, una gran chimenea se extendía
a los pies de la cama y un pequeño balcón se abría a un jardín lleno de flores.
A un lado de éste, sobre un mueble con varios cajones, un bonito jarrón lleno
de rosas amarillas llenaba el aire de aromas. Se sentó en la cama cansada aún y
se puso a rezar, dando gracias a Dios por haberla salvado de la maldición que
asolaba su ciudad. No había terminado sus rezos cuando llamaron a la puerta y
un hombre joven entró en la estancia, no sin pedir permiso antes.
--Buenos días. Me llamo
Jean y se encuentra usted en mi casa. La recogí en las puertas de Aviñón. La vi
caer de su caballo, cuando llegué a su lado había perdido el conocimiento y la
traje hasta aquí. Estamos en un pueblecito al otro lado de las murallas de la
ciudad. La ha visitado el médico y dice que está bien, aunque al parecer llevaba
sin comer varios días y estaba agotada. Aún no ha comido nada, solo caldos que ha
tomado casi dormida, ni se ha enterado. Ahora llamo para que le traigan algo.
--Gracias. Estoy algo
confundida aún. Lo último que recuerdo es que al ver a un grupo de jinetes,
asustada por lo que pudiera pasar, puse mi caballo a galope.
--No se preocupe, es
normal, cuando tome algo podremos hablar.
-- Espere. Quiero darle
las gracias. No todo el mundo ayuda a un extraño. ¿Puedo preguntarle por mi
caballo?
-- Lo siento. Cuando
llegué, estaba muerto. ¿Me dice su nombre?
--Por supuesto, me llamo
Lorena y…
--No se preocupe. Hablamos
cuando esté menos confusa. Coma primero.
Al momento le sirvieron
una bandeja con varios platos de comida: un suculento caldo de pollo y
verduras, un plato de guiso de carne con patatas cocidas y varias piezas de
frutas. La mujer que se la trajo le explicó quién era su samaritano y la suerte
que había tenido de que fuese él y no otro quien la encontrara. Lorena se tomó
todo el contenido de los platos casi sin respirar. Estaba hambrienta. Al terminar,
la mujer le llevó también algo de ropa nueva y avíos para que se asease. Cuando
estuvo lista, entró de nuevo el dueño de la casa.
--Vaya, veo que se ha
recuperado. Ahora podemos hablar. ¿Puede decirme de dónde viene? Mientras dormía
ha hablado usted algo acerca de muerte y enfermedad. Pero era en otro idioma,
español, algo hablo, pero no lo suficiente como para entenderla bien. Pero
usted habla muy buen francés.
--Sí, mi abuela procedía
de Francia y me enseñó el idioma. Yo vengo de España, del sur, de una ciudad
portuaria, Sevilla. No se asuste si conoce las últimas sobre ésta, pues imagino
que siendo comerciante estará al tanto de la enfermedad que asola mi villa. Pero
yo estoy bien, se lo aseguro. Llevo varios meses desde que salí de allí y no he
tenido ningún síntoma de Peste.
--No se preocupe, sé que
está bien. Sí, todos hemos oído que la Peste está haciendo grandes estragos en
su tierra. Pero ¿Cómo pudo salir de allí? Y… ¿Cómo ha llegado tan lejos? Que se
sepa, nadie sale de la ciudad; las puertas llevan cerradas semanas. Todas las
partidas que van llegando traen esas nuevas
--Es una larga historia.
Quería llegar a Marsella y huir a las Américas, pero no me dejaron subir en
ningún barco, así que me uní a una caravana que se dirigían hacia esta zona. Ha
sido todo muy doloroso. Dejé allí a mis padres sin poderles dar sepelio por
miedo a que me matasen pensando que estaba enferma.
-- Tranquilícese, tendrá
tiempo de contármelo. Verá, me imaginaba algo así y he pensado que puede
quedarse en mi casa todo el tiempo que quiera. Aquí es bien recibida.
--No quisiera ser un
estorbo…
--De eso nada, recupérese
y ya hablaremos sobre su futuro. Ahora tengo que volver a mis quehaceres. Pida
lo que necesite a la mujer que le ha traído la comida, ella se encargará de
proporcionárselo.
Así pasaron los días,
Lorena se recuperó y las ganas de vivir volvieron a nacer en ella. Allí no sólo
encontró un hogar donde reposar sino que se enamoró de Jean, su protector, y él
de la joven sevillana. Poco tiempo después de su llegada, ambos jóvenes se
casaron pasando ella a ser Lorena Rouen, mujer del anticuario y comerciante de
especias de Aviñón.
En la ciudad, como en gran
parte de Europa, un nuevo movimiento reformista católico, el jansenismo, iba
creciendo en la iglesia y Jean no era ajeno a éste. Las ideas de este
movimiento se inmiscuían en el terreno eclesiástico y político. No negaban la
necesidad de la existencia de la iglesia, pero si la capacidad de las
autoridades eclesiásticas para representar la autoridad de Dios e, igualmente,
incapacitaba a los monarcas a ello, por lo cual se situaban en contra del
absolutismo. Jean Empezó a frecuentar diversos círculos de discusión sobre la
doctrina que le produjeron muchos enemigos. Lorena se sentía temerosa de estas
reuniones, ya que en otros lugares habían dado lugar a enfrentamientos
violentos. Una tarde, mientras ella se
ocupaba de sus hijos en el jardín disfrutando de una bonita tarde primaveral,
se oyó aproximarse a la vivienda un caballo a galope y una tea ardiendo fue
arrojada por una de las ventanas de su palacete, justo en la habitación donde Jean
hacía las cuentas de la tienda. El fuego lo envolvió todo. Lorena y las
sirvientas lograron ponerse a salvo junto con los niños y escapar del incendio,
pero Jean…no lo logró. Las llamas devoraron la estancia en la que él se
encontraba.
De nuevo el palacete y
otro Rouen se enfrentaban al infortunio. De nuevo el fuego arrasaba la vida y
el amor. De nuevo volverían a crecer las malas hierbas en un solar abandonado.