martes, 24 de noviembre de 2020





Del libro “El manuscrito de Aviñón" (año 2016)


Jean y Lorena: siglo XVII. El retorno de la Peste Bubónica

            El caballo agotado y echando espuma por la boca cayó al suelo para no levantarse más. Pero ella había conseguido su objetivo, lo había logrado, estaba a salvo a las puertas de una ostentosa ciudad, lejos de su tierra y sana, había escapado de la Peste que asolaba España y que en cuatro meses había acabado con gran parte de su ciudad natal, Sevilla.

            Esta ciudad, una de las más habitadas de Europa, se vio asolada por una epidemia en poco tiempo y tardaría muchos siglos en recuperarse. En 1649 la actividad económica de Sevilla, gracias al comercio con América, la situaba en primera fila. Pero su condición de puerto interior, con el continuo ajetreo de embarcaciones y personas, sería una trampa que llevaría a la villa a iniciar su decadencia.

            Al principio todo había parecido un mal menor. Ella, al margen de las habladurías sobre unos gitanos que habían llegado al puerto, enfermos, y que habían encontrado la muerte en Triana, seguía disfrutando del sol otoñal después de un caluroso verano y aquella lluviosa primavera que había anegado la ciudad. Era un clima inusual. Los naranjos se habían levantado hace unos días con azahar entre sus hojas, no mucho, pero algunas ramas parecían haberse equivocado de estación. La luz del sur lo iluminaba todo y en el puerto se oían los gritos de los marineros que llegaban de las Indias con su mercancía de especias, oro, plata y multitud de riquezas que llenarían las arcas del rey Felipe IV, “el Grande” o “el Rey Planeta”, como le llamaban, y financiarían sus batallas y sus crisis dejando a España en bancarrota. Lo cierto es que aquellas lluvias que inundaron la ciudad, y que al retirarse las aguas habían dejado las calles llenas de cadáveres de animales, junto con los calores veraniegos, habían convertido cualquier lugar en auténticos nidos de ratas y suciedad, y las corruptas autoridades no hacían nada para evitarlo. Tal vez ese fuese el foco de la infección de la que hablaban las gentes. Habría que tener cuidado con el agua y no frecuentar lugares muy masificados.

            Para ella todo empezó a cambiar durante un paseo por el Arenal. Llevaba varios días sin salir de su vivienda por miedo al contagio de la que parecía ser la temida Peste Bubónica, pero los víveres se habían terminado y sus padres necesitaban alimento. Ella era joven y estaba sana, se arriesgaría y lo conseguiría más rápida que algunos de los criados que empezaban a tener síntomas alarmantes.

             Había olor a podredumbre, a desolación, y el aire estaba denso por las cenizas procedentes de las hogueras que incineraban enseres, casas y habitantes: cientos de muertos, miles en poco tiempo. En muchas de las principales puertas de la ciudad se habían abierto enormes fosas donde tiraban los cuerpos sin identificar y les echaban cal viva. Niños, mayores, jóvenes, hombres, mujeres; montones de cuerpos se encontraban abandonados en las calles, para terror de los viandantes, y algunos, escondidos en las casas, intentaban ocultar a sus muertos, por poco tiempo, porque pronto enfermaban y morían y las casas eran quemadas con todos sus habitantes dentro.

            Lorena quería pensar que la enfermedad de sus padres nada tenía que ver con la Peste que asolaba la villa. Su madre llevaba mucho tiempo delicada y casi a las puertas de la muerte, al menos eso se temía, y su padre, decrépito por la edad y el cansancio de toda una vida, también se moría, pero de hambre. Los criados tenían debilidad por los días que llevaban con racionamiento de cualquier tipo de alimento, al menos eso quería creer ella. Tenía que tener cuidado. Si sospechaban lo más mínimo, las autoridades los meterían en el mismo saco y pronto un carro maldito los arrastraría hacía la inmundicia, compartiendo una tumba común donde nunca podría llorarles. Después de muchas horas logró que le vendieran un trozo de tocino viejo, queso y algo de pan duro. Compró también vino, aunque parecía vinagre y más bien le serviría para intentar ahuyentar a las ratas que todo lo invadían. El camino de vuelta a su casa se le hizo interminable, tedioso, y el olor a muerte no dejaba respirar. Tuvo que mojar un pañuelo y ponérselo sobre la boca para aislarse del fuerte hedor que lo envolvía todo y que había convertido las calles en un cementerio. También tuvo que esconderse de personas desesperadas que robaban e incluso mataban por un trozo de comida. Todo era mucho peor de lo que esperaba. Cuando logró llegar y entrar en su vivienda, llamó a gritos a los habitantes de ésta deseosa de ofrecerles los pocos víveres que había conseguido. Nada le respondieron. Su padre estaba en la misma cama que su madre, ambos con las manos entrelazadas, resultaba una estampa entrañable, pero seguían mudos. Al acercarse más a ellos vio el color gris de sus caras y sintió el frío de sus miradas. Los dos estaban muertos y los criados habían desaparecido. Era ya demasiado tarde. Lo peor era que si intentaba enterrarlos, al verla con los cadáveres, las autoridades pensarían que murieron apestados, como tantos, y posiblemente que ella también lo estaba y la detendrían. No podía pensar, las lágrimas lo tapaban todo, se sentó en el suelo sin saber qué hacer: arriesgarse con el entierro o huir. Así pasó más de un día conviviendo con sus difuntos padres, hasta que la necesidad de fugarse y el miedo se apoderaron de ella. Al anochecer, Lorena robó un caballo del establo de un vecino, uno de los pocos que se había salvado de la quema, e inició la huida de la ciudad. Fue escondiéndose en cada rincón y de cada sombra. Pero para poder escapar y que la dejaran atravesar las puertas, se hizo pasar por un enterrador camuflándose con ropa vieja, una capa y una capucha negra. Luego acompañó a un carro hasta una fosa común, amarrando el caballo al carromato, así nadie lo intentaría a robar y no se acercarían, ya que pensarían que estaba infectado. Además, ninguna persona osaba acercarse a los enterradores. Al fin y al cabo, ellos eran lo más parecido a la parca.

            Así salió de Sevilla, exhausta, con lo puesto y lo poco que pudo coger de su casa y esconder entre sus ropajes. Durante más de un mes estuvo por la península escondiéndose de la Peste que empezaba a asolarlo todo, durmiendo en caminos solitarios, comiendo lo que podía encontrar sin llamar la atención. Cuando llegó a los Pirineos, se unió a unos pastores a cambio de algunas monedas que aún le quedaban, cruzó con ellos a Francia y se dirigió hacia Marsella. Pensó que, al ser puerto de mar, tal vez, podría coger algún barco hacia las Américas. Imposible, todo estaba colapsado. De manera que se unió a una caravana de especias que se dirigían a una ciudad llamada Aviñón.          Quedaban varios días para llegar al destino cuando Lorena se separó de la caravana y emprendió el camino sola. Antes de llegar a las puertas de la ciudad, vio cómo se acercaban a ella un grupo de jinetes y puso a galope al caballo temiéndose lo peor… Y ese fue el último recuerdo antes de despertarse en una ostentosa cama de una casa de Aviñón.

            Estaba a salvo. Un comerciante le había visto caer del caballo y la había llevado a su vivienda, ofreciéndole alojamiento y cuidados durante los días que había tardado en despertar. Jean, que así se llamaba, la había encontrado desmayada en el suelo y en mal estado a las puertas de la ciudad y avisó a un médico: “tan sólo agotamiento y un leve porrazo en la cabeza al caer del caballo”- fueron las palabras del galeno-. Pero había dormido varios días atendida por la sirvienta de su protector. Al despertar, encontrándose bien, se levantó de la cama y se miró a un espejo que había en la alcoba. Estaba muy delgada, aunque en su rostro no se percibía ya el agotamiento de días anteriores. Contempló asombrada la cámara en la que se encontraba: la habitación era muy amplia y alegre, una gran chimenea se extendía a los pies de la cama y un pequeño balcón se abría a un jardín lleno de flores. A un lado de éste, sobre un mueble con varios cajones, un bonito jarrón lleno de rosas amarillas llenaba el aire de aromas. Se sentó en la cama cansada aún y se puso a rezar, dando gracias a Dios por haberla salvado de la maldición que asolaba su ciudad. No había terminado sus rezos cuando llamaron a la puerta y un hombre joven entró en la estancia, no sin pedir permiso antes.

            --Buenos días. Me llamo Jean y se encuentra usted en mi casa. La recogí en las puertas de Aviñón. La vi caer de su caballo, cuando llegué a su lado había perdido el conocimiento y la traje hasta aquí. Estamos en un pueblecito al otro lado de las murallas de la ciudad. La ha visitado el médico y dice que está bien, aunque al parecer llevaba sin comer varios días y estaba agotada. Aún no ha comido nada, solo caldos que ha tomado casi dormida, ni se ha enterado. Ahora llamo para que le traigan algo.

            --Gracias. Estoy algo confundida aún. Lo último que recuerdo es que al ver a un grupo de jinetes, asustada por lo que pudiera pasar, puse mi caballo a galope.

            --No se preocupe, es normal, cuando tome algo podremos hablar.

            -- Espere. Quiero darle las gracias. No todo el mundo ayuda a un extraño. ¿Puedo preguntarle por mi caballo?

            -- Lo siento. Cuando llegué, estaba muerto. ¿Me dice su nombre?

            --Por supuesto, me llamo Lorena y…

            --No se preocupe. Hablamos cuando esté menos confusa. Coma primero.

            Al momento le sirvieron una bandeja con varios platos de comida: un suculento caldo de pollo y verduras, un plato de guiso de carne con patatas cocidas y varias piezas de frutas. La mujer que se la trajo le explicó quién era su samaritano y la suerte que había tenido de que fuese él y no otro quien la encontrara. Lorena se tomó todo el contenido de los platos casi sin respirar. Estaba hambrienta. Al terminar, la mujer le llevó también algo de ropa nueva y avíos para que se asease. Cuando estuvo lista, entró de nuevo el dueño de la casa.

            --Vaya, veo que se ha recuperado. Ahora podemos hablar. ¿Puede decirme de dónde viene? Mientras dormía ha hablado usted algo acerca de muerte y enfermedad. Pero era en otro idioma, español, algo hablo, pero no lo suficiente como para entenderla bien. Pero usted habla muy buen francés.

            --Sí, mi abuela procedía de Francia y me enseñó el idioma. Yo vengo de España, del sur, de una ciudad portuaria, Sevilla. No se asuste si conoce las últimas sobre ésta, pues imagino que siendo comerciante estará al tanto de la enfermedad que asola mi villa. Pero yo estoy bien, se lo aseguro. Llevo varios meses desde que salí de allí y no he tenido ningún síntoma de Peste.

            --No se preocupe, sé que está bien. Sí, todos hemos oído que la Peste está haciendo grandes estragos en su tierra. Pero ¿Cómo pudo salir de allí? Y… ¿Cómo ha llegado tan lejos? Que se sepa, nadie sale de la ciudad; las puertas llevan cerradas semanas. Todas las partidas que van llegando traen esas nuevas

            --Es una larga historia. Quería llegar a Marsella y huir a las Américas, pero no me dejaron subir en ningún barco, así que me uní a una caravana que se dirigían hacia esta zona. Ha sido todo muy doloroso. Dejé allí a mis padres sin poderles dar sepelio por miedo a que me matasen pensando que estaba enferma.

            -- Tranquilícese, tendrá tiempo de contármelo. Verá, me imaginaba algo así y he pensado que puede quedarse en mi casa todo el tiempo que quiera. Aquí es bien recibida.

            --No quisiera ser un estorbo…

            --De eso nada, recupérese y ya hablaremos sobre su futuro. Ahora tengo que volver a mis quehaceres. Pida lo que necesite a la mujer que le ha traído la comida, ella se encargará de proporcionárselo.

            Así pasaron los días, Lorena se recuperó y las ganas de vivir volvieron a nacer en ella. Allí no sólo encontró un hogar donde reposar sino que se enamoró de Jean, su protector, y él de la joven sevillana. Poco tiempo después de su llegada, ambos jóvenes se casaron pasando ella a ser Lorena Rouen, mujer del anticuario y comerciante de especias de Aviñón.

            En la ciudad, como en gran parte de Europa, un nuevo movimiento reformista católico, el jansenismo, iba creciendo en la iglesia y Jean no era ajeno a éste. Las ideas de este movimiento se inmiscuían en el terreno eclesiástico y político. No negaban la necesidad de la existencia de la iglesia, pero si la capacidad de las autoridades eclesiásticas para representar la autoridad de Dios e, igualmente, incapacitaba a los monarcas a ello, por lo cual se situaban en contra del absolutismo. Jean Empezó a frecuentar diversos círculos de discusión sobre la doctrina que le produjeron muchos enemigos. Lorena se sentía temerosa de estas reuniones, ya que en otros lugares habían dado lugar a enfrentamientos violentos.  Una tarde, mientras ella se ocupaba de sus hijos en el jardín disfrutando de una bonita tarde primaveral, se oyó aproximarse a la vivienda un caballo a galope y una tea ardiendo fue arrojada por una de las ventanas de su palacete, justo en la habitación donde Jean hacía las cuentas de la tienda. El fuego lo envolvió todo. Lorena y las sirvientas lograron ponerse a salvo junto con los niños y escapar del incendio, pero Jean…no lo logró. Las llamas devoraron la estancia en la que él se encontraba.

            De nuevo el palacete y otro Rouen se enfrentaban al infortunio. De nuevo el fuego arrasaba la vida y el amor. De nuevo volverían a crecer las malas hierbas en un solar abandonado.

 


miércoles, 18 de noviembre de 2020

 



                                             “Crónica de sucesos”

La muerte ha vuelto a dar a otra mujer el descanso eterno.

La ha sacado del túnel del horror diario,

la ha llevado a la anulación de su dolor

en manos del ser que tantos besos le dio la primera noche.

 

Cuando  él la tuvo sola

 en su confortable sábana de deseo,

le hizo creer que la vida entre sus brazos era el principio y el fin.

Y fue el fin,

 pero no el ansiado por su amor.

 

La paseó antes por el miedo,

le enseñó lo que duelen los sueños ,

le mostró el camino que le conducía

hacia donde tantas mujeres, muertas en vida,

lloran la muerte de tantas mujeres

vivas en su propia muerte.

 

Y hoy

 y mañana,

desde el rincón del recuerdo

donde se almacenan las crónicas de sucesos,

alguien busca una razón que le enseñe

qué pasó aquella madrugada

donde el amor se volvió hielo,

y toda su vida se quebró

entre las manos del extraño conocido

que un día se cruzó en su camino.

domingo, 1 de noviembre de 2020





            ALBERGUE DE LAS O LAS ALTAS

 II PARTE


Y de pronto el cielo arrancó a abrirse. En las ciudades, donde hacía tiempo no se veían las estrellas ni la luna, comenzaron a vislumbrarse luceros en el horizonte nocturno; el sol fue posándose en aquellos rascacielos que no habían visto la luz sobre sus cristales desde mucho antes de que las negras nubes lo cubriesen todo. Poco a poco, aquella noche eterna y oscura llegaba a su fin. Habían sobrevivido muchos, otros se habían quedado en el camino, otros habían enfermado de por vida, la falta de luz solar les había dejado las defensas casi anuladas, convirtiéndose en enfermos crónicos de todo.

 Y mientras gran parte de la humanidad moría oculta en oscuras madrigueras, esperando una señal, la tierra fue sanando gracias a las rendijas que iban filtrando el amanecer de una nueva claridad. Hasta el día en que la misma tierra acabó con aquello que había dejado salir de sus entrañas: ese extraño humo que llenó los cielos. Sanó la tierra, se limpió el aire, los animales volvieron a correr por sus rincones y empezaron a verse los hombres. Comenzaron a salir de todos los agujeros aquellos que llevaban tiempo sin abandonar su confinamiento. Una generación había nacido creyendo que su mundo era un lugar lúgubre y su cielo el techo de cualquier cobijo.

 A nosotros, que habíamos estado metidos en un túnel, en un pozo sirviendo de futuro alimento a extraños comensales, junto con otros desgraciados, ajenos al terror que también vivía el mundo, nos llegó también la hora.

Cuando me trajeron a este lugar, no sabía dónde estaba. La tarde que llegué al albergue estaba agotada, vine huyendo de algo oscuro que amenazaba el planeta y que nadie sabía qué era. Al entrar me recibieron deseosos de darme ayuda, a mí y a los que venían conmigo. Nos dieron de comer y luego una cama en la que descansar, donde nos sumimos rápidamente en un profundo sueño. Al despertar nos encontramos en este pozo, un pozo en el cual hemos permanecido ajenos a todo desde entonces. No sé cómo llegamos a él… Y solo supe la aterradora verdad cuando encontré una nota escondida en una grieta de la pared, alguien desesperado la dejó allí. Al leerla, el miedo, el horror, la desesperación y la incertidumbre se apoderaron de todos los que nos encontrábamos en ese espacio unidos por la fatalidad. Ya no intuíamos nuestro destino…, ahora lo sabíamos. Seríamos carne fresca para nuestros captores.