DINGO EL GUARDIÁN
María preparaba la cena mientras sus hijos jugaban en el jardín vigilados
por un enorme perro. Las voces de los niños resonaban alegres por todas las
estancias, mezcladas con una música de los años ochenta que aislaban a la madre
de los problemas. Al cortar la verdura, recordó que no le había puesto pienso a
Dingo en su recipiente y salió de la cocina decidida a saciar el hambre del
can. No advirtió que el jolgorio de los momentos anteriores había cesado, y al
llegar al lugar donde estaban sus hijos, al pie de la ventana de la cocina, vio
aterrorizada como en el sitio donde antes jugaban las inocentes criaturas tan
sólo había tres machas de sangre en el suelo y, desparramados entre la hierba,
el resto de algunos pequeños huesos. Dingo se relamía el hocico con gran
placer. Nunca más volvería a querer pienso.