La cuerda ya había
acabado con su vida. Había cumplido la misión de transportarla fuera de su cuerpo, fuera de las continuas
habladurías a las que llevaba tantos años expuesta, fuera de sus eternas
tristezas, de sus llantos, de sus noches sin luz, de sus sueños incumplidos,
pero también la alejaba de sus hijos. Ya no los vería crecer, ni los oiría
llorar, ni sentiría sus risas. Ella no estaría cuando enfermaran, pero tampoco
sufriría más. Sobre todo, cuando su propio ser no le dejara tenerlos entre sus brazos
y disfrutar de sus ojos inocentes, de sus primeras palabras, de sus pasos
inestables… Por culpa de ese miedo atroz que atenazaba sus días y sumía en una
semiinconsciencia que ahora llaman depresión.
Ella había puesto la cuerda, es cierto, pero entre
todos le habían ayudado a anudarla. Su marido por no estar a su lado cuando más
lo necesitaba. Sus amigos, si es que los había, por estar lejos y no escuchar
sus razones. Y los demás... Los demás fueron tejiendo su tela de araña a su
alrededor hasta asfixiarla y hacerla creer culpable de una situación de la que
no podía salir. Tan solo había sido víctima de su tiempo y de esta sociedad
que, aún hoy, hace pagar caro el ser diferente, el no pertenecer a ese círculo
cerrado y provinciano que todo lo mide con la cinta métrica de unas creencias
caducas. Un círculo en el cual se movía y tenía que cumplir con todos los
protocolos sociales y religiosos. Pero ella no pudo acatar imposiciones,
imposible, y ese entramado social estrechó un cerco de incomprensión y
desprecio hasta sumirla en un profundo rechazo de su propio yo. Entonces, se
sintió sola y verdaderamente diferente.
Todo empezó quince años atrás. Tula era una mujer muy
joven, muy guapa y estaba llena de vida. Estudiaba, algo difícil para
una mujer de principios de siglo,
pero su padre, al igual que ella, no pertenecía a su tiempo. Su padre, casado con una irlandesa , no había tenido hijos varones y ella era la única respuesta
a su idea de tener un médico en la familia que continuara con su labor en su
vieja consulta de pueblo.
- ¡Médico y no enfermera! Tú tienes cabeza para médico, aunque seas
mujer. ¡No serás la primera!
Y ella estaba encantada con esa
vida, con la idea de romper barreras, de no tenerse que preparar para casarse y
ser madre. Para formar una familia, ya habría tiempo.
Su padre quería mandarla a Londres, a la capital,
con la familia materna que había emigrado a la gran urbe en busca de más
oportunidades. Allí, en Londres, había más facilidades para que ella estudiara.
Irlanda estaba demasiado anclada en el pasado y en la miseria. Ella se formaría
durante un tiempo y luego volvería a su tierra con un flamante título para
ayudarle con sus pacientes. Cuando él ya no pudiera más, Tula heredaría su
consulta y sus enfermos, los pagos en gallinas, las grandes botas verdes de
agua y el caballo viejo. Y fue allí, en la floreciente y brumosa Londres, donde
ella empezó el principio del fin de sus ilusiones, de sus estudios, de esa vida
que llevaba imaginando desde hacía tanto tiempo.
Lo conoció en el tren. Ese tren que arrastra vidas
de un lado a otro, que lleva seres y transporta ilusiones. Ese tren que, sin
embargo, guarda entre sus raíles muchas hojas muertas de otoños inconclusos. Él
viajaba de trabajo, ella de estudios. Él llevaba a sus espaldas mucho camino
andado y ella empezaba el suyo. En él empezaban a asomar las primeras canas y
en ella las primeras pasiones. Y desde que la vio, la hizo suya. Enamorado, la conquistó
con sus artes de seductor maduro, la atrapó en su vida y rompió sus sueños, los
cambió por otros, más normales, más de mujer de su tiempo. Pero los pasos de él
la condujeron lejos de su tierra, de sus padres, de sus costumbres y de sus
deseos.
Estrenó su nueva vida una tierra donde el cielo era
limpio, las aguas claras y las gentes tiernas. Pero había algo que impedía su
felicidad completa. Él estaba casado, separado desde hacía tiempo; imposible una boda entre ambos. Vivirían juntos, no
importaba, no eran su gente. Su familia no tenía que saber que no se había
celebrado enlace alguno, estaban lejos y la creerían bien casada.
Su padre entre llantos se había despedido de ella. Se
quedó pensando que le había dado demasiada libertad y por eso volaba de su lado, de su tierra. Su
madre celebraba su suerte:
-
Ya nunca más tendrás que remendar tu ropa. Serás una
gran señora. La consulta de tu padre no da para nada, solo tristezas.
Y comenzó una nueva vida y empezó a llenarla de
niños, uno por año. Pero no contó con que esta sociedad era tan cerrada como la
suya y no le abriría sus puertas. Ella sería siempre la amante de, la mujer en
pecado, la mujer ligera.
Y se lo recordaban. Y así empezó su tristeza.
Nacieron hijos, algunos murieron sin ver la luz del
día. Él lejos de ella y ella cada día con más pena. La soledad, el rechazo
social y los embarazos se apoderaron de su vida. Una vida que desde hacía
tiempo giraba en torno al regreso y la espera, a la llegada del marido de algún
viaje y al nacimiento de un nuevo ser. Toda su existencia se vio envuelta en
una nube negra… cada día más oscura, más sola, menos llena. Quería estar con
sus hijos, amarlos, tenerlos entre sus brazos, pero su cuerpo le pesaba, se
enfermaba su alma y se llenaba de penas.
Y un día,
cuando aún su cuerpo no había perdido las redondeces del último parto, aferrada
a su tristeza, subió al torreón de la casa de campo, desde allí vería el
paisaje mientras dormía para siempre… Y lo hizo. Apretó el nudo de la cuerda a
su cuello, tiró la silla sobre la cual se había subido y dijo adiós a ese
mundo. Estarían mejor sin su pena. Entonces, las palomas y las tórtolas que
ocupaban el alero del torreón emprendieron a su lado un vuelo sin retorno.
Horas después, uno de sus hijos subió a volar una
cometa y se encontró con ella.