RELATOS DE LAS MUJERES DE MI INFANCIA
Nació en un pueblecito de la sierra de Huelva. Nació entre mineros que
acudían todas las mañanas al alba para enfrentarse con la vida bajo el suelo, entre
hombres que dejaban sus manos y sus vidas en las oscuridades y el paso monótono
de los años, entre padres, hijos y abuelos que un día podían no subir, podían
acabar su trabajo antes de tiempo, podían
encontrar su destino enterrados bajo las sombras unas paredes de piedra.
Y le pasó a su padre. Una tarde al
llegar de la pequeña escuela a la que asistía Manuela, la niña vio como los
ojos de su madre estaban llenos de tristeza y las lágrimas habían creado surcos
en su cara. Su padre no volvería más a bajar a la mina. Había muerto entre
camaradas, entre gritos de terror en busca de una salida que las rocas habían
tapado.
Manuel,
el padre de Manuela, en sus últimos momentos había pensado en el mar. Siempre
había dicho que le hubiera gustado ser pescador y respirar el olor del pescado
fresco entre barcazas, ver como la espuma llenaba sus manos y sentir el calor
del sol en su espalda. Pero el destino le hizo nacer en la sierra, pero no en
la del montañés o del pastor sino en la dura sierra del hastío, del sol
encubierto, de la negrura de las manos, del sudor adherido eternamente a su
cuerpo. Un cuerpo que se quedaría para siempre
en las entrañas de ella.
Manuela
vio como en aquel momento su madre se despidió de la vida y de todos. Le dijo
adiós al mundo. Se encerró en su cuarto y dedicó el resto de sus días a vivir
con la sombra de su marido, con su pena encima, con la tristeza ensartada entre
la aguja y el bordado. Le había querido por encima de todo, por encima de los
días llenos de horas de espera, de las noches de soledad, por encima del miedo
a la mina y por encima del amor a su hija.
Sus abuelos se ocuparon de ella, y ella se
ocupó de todos, de su madre y de su abuela.
Cuando las altas horas de la madrugada le dejaban pensar, Manuela veía como aquel lugar le
asfixiaba. No podía vivir siempre entre las sombras de un muerto. En un pueblo
llamado a cerrarle las puertas de la vida. Un pueblo que, poco a poco, se moría
al clausurar muchas de sus minas.
Y murieron sus abuelos primero, y
después su madre sin despedirse de ella. Y tomó las riendas de su vida. Se fue
a la capital a casa de una hermana de
su padre que se había casado con uno de ciudad. Se fue a estudiar: quería
ser maestra, quería enseñar que la vida es algo más que lo que conocemos por
herencia, quería ser ella. Y lo hizo, terminó sus estudios y volvió a enseñar en su propio pueblo para ayudar
a salir a sus gentes de la miseria.
Al
principio todo le parecía maravilloso, pero pronto se encontraría con que no
podía vivir de ese minúsculo sueldo. Entonces aprendió a poner inyecciones y a
ayudar a la matrona del pueblo durante las horas que tenía libres. Le encantaba
ver el primer llanto de un niño, el movimiento de sus bracitos al tocar el
aire, sus primeros gestos a la vida…Y su vida cambió de destino.
Una
tarde, entre los rayos del sol que anuncian la llegada de una nueva primavera,
encontró cerca suya una mirada, una sonrisa y unas manos que le ofrecían sus
amor. Se enamoró. Se enamoró de sus ojos color de miel y de su rubio pelo, de su cuerpo alto y
de su fácil verbo. Y se casó con él, con el hombre al que quería unir su vida.
Los tiempos eran difíciles. El
campo y las minas estaban pasando una mala racha, había que buscar nuevos
senderos. La ciudad fue el lugar destino de la joven pareja, como el de otros
muchos. Él puso un taller de coches, los primeros. Ella daba unas clases y por
la tarde se preparaba para ser matrona, había adquirido muchos conocimientos en
el pueblo ayudando a la partera del lugar. Ahora lo sería ella. Ayudaría a
traer niños al mundo. Viviría mejor .Y lo consiguió. Dedicó sus días y sus
noches a traer a esa España de pobreza, esa España de la guerra y más tarde la
posguerra, más niños que llenaran sus calles de llantos y manos pedigüeñas, de
nuevos hombres y mujeres para repoblar un país que había perdido su libertad
en una guerra y comenzaba un triste andar en los años de la Dictadura.
Hizo de su vida un continuo
peregrinaje de días y noches. Siempre alerta al grito de una mujer que pidiera
unas manos expertas para sacar de su seno al niño esperado. A un niño que,
quizá, irrumpiría en una casa donde ella, Manuela, tuviera que dejar parte del
sueldo de su jornada para que aquella madre tuviera algo con que alimentarse -recuerdo
como mi madre contaba las innumerables ocasiones en que mi abuela llegaba a
casa con menos dinero del que salió después de una dura jornada-, algunas
pesetas para ayudar a una pobre mujer que no tenía qué comer.
Fue
una España dura. La España de la guerra y la posguerra. La falta de alimentos
y libertades invadían todos los
rincones. Y en esa España, esa fuerte mujer ayudó a muchas madres y muchos
hijos.
Antes del comienzo de la guerra, allá por el año 1930, cuando estaba
estrenando amor y el cansancio aún no había llamado a su puerta nació su
primera hija, Ángela, la niña de sus ojos. Su primera experiencia directa con
la maternidad. Su marido no cabía de gozo y las pocas horas que le quedaban
libres en el taller las dedicaba a pasear a su Angelita, como cariñosamente la
llamaba. Eran felices y les iba bien, trabajaban mucho, pero habían logrado
tener una buena casa y una hija. Tras
Ángela vinieron al mundo Teresa y Amalia, la casa se llenó de llantos de niñas
y de alegrías en los ojos de los esposos.
Pero la guerra lo ensombreció todo
y de todo trajo: restricciones, noches de miedo, miedo a las noches, ruido de
los aviones cargados de muerte, huida de hombres, sufrir de mujeres, escuelas
vacías, ruinas de bombas y el hambre… El hambre que recorría todas las calles y
llamaba a todas las puertas. No faltaba el dinero, faltaban los alimentos. El
racionamiento formaba parte de la vida: las cartillas, las colas para el azúcar
y el pan, para el aceite y la leche… Aquellos que tenían algunos contactos, a
veces, sólo a veces, esperaban menos colas pues conseguían por distintos medios
los alimentos. Pero la escasez lo invadía todo. Y siempre los había más
desgraciados. Se podía mirar atrás y encontrar en todo momento (como decía mi
abuela y alguien más…), alguien más pobre, alguien que fuera recogiendo las
sobras.
Manuela conseguía que sus sobras fueran muchas
y poder atender a personas que esperaban en su cancela. Siempre a la misma
hora. Un día y otro día.
La guerra había cerrado todas las puertas a las esperanzas de muchos, se
había llevado los hombres a sus filas ya fueran de un bando u otro. España se
dividía, se rompía la armonía de sus gentes, nacían nuevas rencillas, se
revivían odios antiguos, se cambiaban palabras por miedos. La libertad se iba
muriendo poco a poco entre los azules fusiles de las tropas.
El marido de Manuela, mi abuelo,
tuvo que poner su taller en manos de reparadores de tanques. No lo mandaron al
frente, eran más útiles sus conocimientos con el destornillador que con el
rifle. De todas maneras, Eladio habría ido por sus ideas al bando
“equivocado”, al que perdió la guerra.
Las horas de trabajo eran
interminables para Manuela, no había médicos suficientes y las enfermeras
ocupaban su lugar en los hospitales. Mi abuela se trajo del pueblo a una tía
suya para cuidar de sus hijas. Siempre quedó en la memoria de mi madre su
llanto atrapado tras la reja de la cancela de su casa cuando su madre se iba a
trabajar. Pero el sueldo de mi abuelo se había hecho más pequeño con la guerra.
Y además, Manuela sentía la necesidad de ayudar a otros menos afortunados,
aunque a veces llorara con las lágrimas de sus hijas.
Y pasó la guerra, siguió la escasez y el aislamiento de una España que se
moría en su tristeza. Ganó un bando. Perdió la libertad. Muchos no volvieron.
Muchos otros se fueron.
Comenzó
otra guerra, la mundial, pero a nosotros nos quedó dentro la nuestra: la del
odio entre hermanos, la del miedo de los perdedores, la de las cárceles llenas
de hombres, la de la muerte de los poetas, la de la huida de las ideas, la de
los teatros vacíos… La de una España que no volvería a ver la luz de la
libertad en 40 años de prohibidos pensamientos.
A la lucha le siguió la pena, el
odio, el resentimiento y la sumisión; pero
empezó la gente a andar por las calles, entre escombros; a reconstruir
sus casas, con los escombros; a seguir sus vidas rotas en ciudades viudas y
huérfanas. Sus miedos quedaron recogidos en su alma, como Picasso los recogió
en el
Guernica.
El
marido de Manuela tuvo que volver a empezar. Piedra por piedra. Tuvo que esconder
sus ideas y sus libros, sus horas de charla con antiguos amigos habían
desaparecido en el exilio. ¡Hasta la Biblia
tuvo que esconder en una maleta! y junto con ella: quemar una bandera,
sintonizar una emisora de fuera y escuchar a escondidas la radio y las quejas.
Manuela para salir adelante mientras el taller se recuperaba, tuvo que
llevar la casa sola durante mucho tiempo, seguir en la brecha. Casa, niñas,
marido, clases, partos… Sustituyó el descanso por horas interminables de
trabajo, los días se volvieron más largos que nunca. Los años de la guerra
habían dejado huella. Su pelo rubio se había vuelto gris prematuramente y el
cansancio empezó a crear en ella una tendencia a inclinarse hacia delante, como
si soportara el paso de la vida sobre su espalda. Pero seguía acudiendo a cada
llamada, no tenía nunca un no para nadie. Viniera de donde viniera.
En cualquier momento se ponía el abrigo y
salía a la luz de la luna estuviera o no acompañada de estrellas. Y sus manos,
cansadas y expertas, traían al mundo un nuevo ser que lloraba ante el aire
viciado de la España que otra vez comienza.
Los años fueron pasando y la situación económica de Manuela, buena. Su
continuo y laborioso trabajo había dado frutos. Vivían bien y sus hijas crecían
en un próspero hogar. Pero Manuela sabía que les estaba fallando. La añoraban,
lloraban cada momento que estaba fuera de casa, la querían con ella. Pero ella
no podía dejar el trabajo, su trabajo se había convertido en el medio económico
más fuerte de la casa y en otro amor.
¡Pero era tan
difícil para una mujer ser madre de tres hijas y trabajar fuera del hogar
tantas horas! - Es difícil ahora que la sociedad ha cambiado y existen más
medios. Antes, ni siquiera estaba bien visto-. Todo se lo echaba la a la
espalda y su ánimo se venía abajo, sentía que dejaba algo en el camino.
En una España rota llegaron, como no, las enfermedades: el Tifus se
instaló en la población y empezó a atacar sobre todo a los niños. Todos eran
posibles enfermos, todos eran posibles muertos. Los medicamentos escaseaban,
las aguas infectadas y las ratas propagaban la enfermedad por la ciudad. Una
ciudad que diezmada por la guerra se
volvía a enfrentar a una nueva desgracia y volvía a ver sus calles desiertas,
sus hospitales llenos, sus hombres y mujeres moribundos, sus miradas lejos.
Y Manuela vio como sus tres hijas enfermaban. Derramó lágrimas durante
una infinidad de noches. Una de esas
noches eternas, las fiebres se llevaron de su lado a su Ángela, a su querido
tesoro. Sin pedir permiso la muerte se llevó esa juventud por estrenar, esa
vida llena de futuro. Durante el resto de sus días estuvo llorando la pérdida.
Ángela murió a pesar de los cuidados de su madre, de los llantos y desvelos de
su padre y de sus hermanas… Ellas sí pudieron agarrarse al mundo y se curaron,
pero vieron como su madre perdía para siempre la sonrisa y llevaría el resto de
su vida una pena grande en el alma y un traje negro.
Pasaron los años, los días sin luz, el cansancio de la vida. Crecieron
sus hijas, se fueron de casa, se casaron, y Manuela seguía trabajando. Ya no
para llevar su casa, sino para sobrellevar su vida. Una vida que dejó al lado
de la cama de su hija muerta .Y que ni la vida de sus otras dos niñas ni la
compañía de su marido llenaron nunca el
hueco de la ausencia. Siguió trabajando hasta que un día al levantarse su cuerpo no era su cuerpo, sus piernas no le
respondían y sus pensamientos volaban libres lejos de ella. Parecía estar en
otro lado. Ahora la enfermedad se cebaba en ella. Un derrame cerebral la sumía
de nuevo en su infancia, en su adolescencia. Volvía a tener entre sus brazos a
su niña querida hasta el fin de sus días.
Luego, más tarde, se reuniría con ella.