sábado, 27 de julio de 2013



          RELATOS DE LAS MUJERES DE MI INFANCIA



MI ABUELA MANUELA


 Se llamaba Manuela, un nombre que evoca poemas y cantos de  mujeres de esta tierra, Andalucía.
 Nació en un pueblecito de  la sierra de Huelva. Nació entre mineros que acudían todas las mañanas al alba para enfrentarse con la vida bajo el suelo, entre hombres que dejaban sus manos y sus vidas en las oscuridades y el paso monótono de los años, entre padres, hijos y abuelos que un día podían no subir, podían acabar  su trabajo antes de tiempo, podían encontrar su destino enterrados bajo las sombras unas paredes de piedra.
Y  le pasó a su padre. Una tarde al llegar de la pequeña escuela a la que asistía Manuela, la niña vio como los ojos de su madre estaban llenos de tristeza y las lágrimas habían creado surcos en su cara. Su padre no volvería más a bajar a la mina. Había muerto entre camaradas, entre gritos de terror en busca de una salida que las rocas habían tapado.
            Manuel, el padre de Manuela, en sus últimos momentos había pensado en el mar. Siempre había dicho que le hubiera gustado ser pescador y respirar el olor del pescado fresco entre barcazas, ver como la espuma llenaba sus manos y sentir el calor del sol en su espalda. Pero el destino le hizo nacer en la sierra, pero no en la del montañés o del pastor sino en la dura sierra del hastío, del sol encubierto, de la negrura de las manos, del sudor adherido eternamente a su cuerpo. Un cuerpo que se quedaría para siempre  en las entrañas  de ella.
            Manuela vio como en aquel momento su madre se despidió de la vida y de todos. Le dijo adiós al mundo. Se encerró en su cuarto y dedicó el resto de sus días a vivir con la sombra de su marido, con su pena encima, con la tristeza ensartada entre la aguja y el bordado. Le había querido por encima de todo, por encima de los días llenos de horas de espera, de las noches de soledad, por encima del miedo a la mina y por encima del amor a su hija.
             Sus abuelos se ocuparon de ella, y ella se ocupó de todos, de su madre y de su abuela.
Cuando las altas horas de la madrugada le dejaban  pensar, Manuela veía como aquel lugar le asfixiaba. No podía vivir siempre entre las sombras de un muerto. En un pueblo llamado a cerrarle las puertas de la vida. Un pueblo que, poco a poco, se moría al clausurar muchas de sus minas.
 Y murieron sus abuelos primero, y después su madre sin despedirse de ella. Y tomó las riendas de su vida. Se fue a la capital a casa de una hermana de  su padre que se había casado con uno de ciudad. Se fue a estudiar: quería ser maestra, quería enseñar que la vida es algo más que lo que conocemos por herencia, quería ser ella. Y lo hizo, terminó sus estudios  y volvió a enseñar en su propio pueblo para ayudar a salir a sus gentes de la miseria.
            Al principio todo le parecía maravilloso, pero pronto se encontraría con que no podía vivir de ese minúsculo sueldo. Entonces aprendió a poner inyecciones y a ayudar a la matrona del pueblo durante las horas que tenía libres. Le encantaba ver el primer llanto de un niño, el movimiento de sus bracitos al tocar el aire, sus primeros gestos a la vida…Y su vida cambió de destino.
            Una tarde, entre los rayos del sol que anuncian la llegada de una nueva primavera, encontró cerca suya una mirada, una sonrisa y unas manos que le ofrecían sus amor. Se enamoró. Se enamoró de sus ojos color de  miel y de su rubio pelo, de su cuerpo alto y de su fácil verbo. Y se casó con él, con el hombre al que quería unir su vida.
 Los tiempos eran difíciles. El campo y las minas estaban pasando una mala racha, había que buscar nuevos senderos. La ciudad fue el lugar destino de la joven pareja, como el de otros muchos. Él puso un taller de coches, los primeros. Ella daba unas clases y por la tarde se preparaba para ser matrona, había adquirido muchos conocimientos en el pueblo ayudando a la partera del lugar. Ahora lo sería ella. Ayudaría a traer niños al mundo. Viviría mejor .Y lo consiguió. Dedicó sus días y sus noches a traer a esa España de pobreza, esa España de la guerra y más tarde la posguerra, más niños que llenaran sus calles de llantos y manos pedigüeñas, de nuevos hombres y mujeres para repoblar un país que había perdido su libertad en una guerra y comenzaba un triste andar en los años de la Dictadura.
 Hizo de su vida un continuo peregrinaje de días y noches. Siempre alerta al grito de una mujer que pidiera unas manos expertas para sacar de su seno al niño esperado. A un niño que, quizá, irrumpiría en una casa donde ella, Manuela, tuviera que dejar parte del sueldo de su jornada para que aquella madre tuviera algo con que alimentarse -recuerdo como mi madre contaba las innumerables ocasiones en que mi abuela llegaba a casa con menos dinero del que salió después de una dura jornada-, algunas pesetas para ayudar a una pobre mujer que no tenía qué comer.
            Fue una España dura. La España de la guerra y la posguerra. La falta de alimentos y  libertades invadían todos los rincones. Y en esa España, esa fuerte mujer ayudó a muchas madres y muchos hijos.
Antes del comienzo de la guerra, allá por el año 1930, cuando estaba estrenando amor y el cansancio aún no había llamado a su puerta nació su primera hija, Ángela, la niña de sus ojos. Su primera experiencia directa con la maternidad. Su marido no cabía de gozo y las pocas horas que le quedaban libres en el taller las dedicaba a pasear a su Angelita, como cariñosamente la llamaba. Eran felices y les iba bien, trabajaban mucho, pero habían logrado tener una buena casa y una  hija. Tras Ángela vinieron al mundo Teresa y Amalia, la casa se llenó de llantos de niñas y de alegrías en los ojos de los esposos.
 Pero la guerra lo ensombreció todo y de todo trajo: restricciones, noches de miedo, miedo a las noches, ruido de los aviones cargados de muerte, huida de hombres, sufrir de mujeres, escuelas vacías, ruinas de bombas y el hambre… El hambre que recorría todas las calles y llamaba a todas las puertas. No faltaba el dinero, faltaban los alimentos. El racionamiento formaba parte de la vida: las cartillas, las colas para el azúcar y el pan, para el aceite y la leche… Aquellos que tenían algunos contactos, a veces, sólo a veces, esperaban menos colas pues conseguían por distintos medios los alimentos. Pero la escasez lo invadía todo. Y siempre los había más desgraciados. Se podía mirar atrás y encontrar en todo momento (como decía mi abuela y alguien más…), alguien más pobre, alguien que fuera recogiendo las sobras.
 Manuela conseguía que sus sobras fueran muchas y poder atender a personas que esperaban en su cancela. Siempre a la misma hora. Un día y otro día.
La guerra había cerrado todas las puertas a las esperanzas de muchos, se había llevado los hombres a sus filas ya fueran de un bando u otro. España se dividía, se rompía la armonía de sus gentes, nacían nuevas rencillas, se revivían odios antiguos, se cambiaban palabras por miedos. La libertad se iba muriendo poco a poco entre los azules fusiles de las tropas.
 El marido de Manuela, mi abuelo, tuvo que poner su taller en manos de reparadores de tanques. No lo mandaron al frente, eran más útiles sus conocimientos con el destornillador que con el rifle. De todas maneras, Eladio habría ido por sus ideas al bando “equivocado”, al que perdió la guerra.
 Las horas de trabajo eran interminables para Manuela, no había médicos suficientes y las enfermeras ocupaban su lugar en los hospitales. Mi abuela se trajo del pueblo a una tía suya para cuidar de sus hijas. Siempre quedó en la memoria de mi madre su llanto atrapado tras la reja de la cancela de su casa cuando su madre se iba a trabajar. Pero el sueldo de mi abuelo se había hecho más pequeño con la guerra. Y además, Manuela sentía la necesidad de ayudar a otros menos afortunados, aunque a veces llorara con las lágrimas de sus hijas.
Y pasó la guerra, siguió la escasez y el aislamiento de una España que se moría en su tristeza. Ganó un bando. Perdió la libertad. Muchos no volvieron. Muchos otros se fueron.
            Comenzó otra guerra, la mundial, pero a nosotros nos quedó dentro la nuestra: la del odio entre hermanos, la del miedo de los perdedores, la de las cárceles llenas de hombres, la de la muerte de los poetas, la de la huida de las ideas, la de los teatros vacíos… La de una España que no volvería a ver la luz de la libertad en 40 años de prohibidos pensamientos.
 A la lucha le siguió la pena, el odio, el resentimiento y la sumisión; pero  empezó la gente a andar por las calles, entre escombros; a reconstruir sus casas, con los escombros; a seguir sus vidas rotas en ciudades viudas y huérfanas. Sus miedos quedaron recogidos en su alma, como Picasso los recogió en  el Guernica.
            El marido de Manuela tuvo que volver a empezar. Piedra por piedra. Tuvo que esconder sus ideas y sus libros, sus horas de charla con antiguos amigos habían desaparecido en el exilio. ¡Hasta la Biblia  tuvo que esconder en una maleta! y junto con ella: quemar una bandera, sintonizar una emisora de fuera y escuchar a escondidas la radio y las quejas.
Manuela para salir adelante mientras el taller se recuperaba, tuvo que llevar la casa sola durante mucho tiempo, seguir en la brecha. Casa, niñas, marido, clases, partos… Sustituyó el descanso por horas interminables de trabajo, los días se volvieron más largos que nunca. Los años de la guerra habían dejado huella. Su pelo rubio se había vuelto gris prematuramente y el cansancio empezó a crear en ella una tendencia a inclinarse hacia delante, como si soportara el paso de la vida sobre su espalda. Pero seguía acudiendo a cada llamada, no tenía nunca un no para nadie. Viniera de donde viniera.
 En cualquier momento se ponía el abrigo y salía a la luz de la luna estuviera o no acompañada de estrellas. Y sus manos, cansadas y expertas, traían al mundo un nuevo ser que lloraba ante el aire viciado de la España que otra vez comienza.
Los años fueron pasando y la situación económica de Manuela, buena. Su continuo y laborioso trabajo había dado frutos. Vivían bien y sus hijas crecían en un próspero hogar. Pero Manuela sabía que les estaba fallando. La añoraban, lloraban cada momento que estaba fuera de casa, la querían con ella. Pero ella no podía dejar el trabajo, su trabajo se había convertido en el medio económico más fuerte de la casa y en otro amor.
¡Pero era tan difícil para una mujer ser madre de tres hijas y trabajar fuera del hogar tantas horas! - Es difícil ahora que la sociedad ha cambiado y existen más medios. Antes, ni siquiera estaba bien visto-. Todo se lo echaba la a la espalda y su ánimo se venía abajo, sentía que dejaba algo en el camino.
En una España rota llegaron, como no, las enfermedades: el Tifus se instaló en la población y empezó a atacar sobre todo a los niños. Todos eran posibles enfermos, todos eran posibles muertos. Los medicamentos escaseaban, las aguas infectadas y las ratas propagaban la enfermedad por la ciudad. Una ciudad que  diezmada por la guerra se volvía a enfrentar a una nueva desgracia y volvía a ver sus calles desiertas, sus hospitales llenos, sus hombres y mujeres moribundos, sus miradas lejos.
Y Manuela vio como sus tres hijas enfermaban. Derramó lágrimas durante una infinidad de noches.  Una de esas noches eternas, las fiebres se llevaron de su lado a su Ángela, a su querido tesoro. Sin pedir permiso la muerte se llevó esa juventud por estrenar, esa vida llena de futuro. Durante el resto de sus días estuvo llorando la pérdida. Ángela murió a pesar de los cuidados de su madre, de los llantos y desvelos de su padre y de sus hermanas… Ellas sí pudieron agarrarse al mundo y se curaron, pero vieron como su madre perdía para siempre la sonrisa y llevaría el resto de su vida una pena grande en el alma y un traje negro.

Pasaron los años, los días sin luz, el cansancio de la vida. Crecieron sus hijas, se fueron de casa, se casaron, y Manuela seguía trabajando. Ya no para llevar su casa, sino para sobrellevar su vida. Una vida que dejó al lado de la cama de su hija muerta .Y que ni la vida de sus otras dos niñas ni la compañía de su marido  llenaron nunca el hueco de la ausencia. Siguió trabajando hasta que un día al levantarse  su cuerpo no era su cuerpo, sus piernas no le respondían y sus pensamientos volaban libres lejos de ella. Parecía estar en otro lado. Ahora la enfermedad se cebaba en ella. Un derrame cerebral la sumía de nuevo en su infancia, en su adolescencia. Volvía a tener entre sus brazos a su niña querida hasta el fin de sus días.  Luego, más tarde, se reuniría con ella.