
REFUGIADOS
Salieron al atardecer
acompañados únicamente por el miedo y algunos papeles que le hiciesen más fácil
la huida, ya que desde hace días sólo se escuchaban los gritos de la tormenta
que lo destrozaba todo. Aquella vieja mujer escondía su aterrorizado semblante
bajo un oscuro velo y sostenía la mano de un niño que temblaba de frío. Cuando
llegaron lejos de la frontera, tras días de huida del terror que los perseguía,
descansaron en un solar derruido desprovisto de todo aquello que les pudiera
ofrecer seguridad. A pesar del cansancio, la mujer vivió la noche vigilante
ante la muerte que se desplazaba de un lado a otro sin distinguir ningún claro
objetivo. El niño arrastró entre sus sueños temblores de espanto que quedarían
para siempre escritos en su memoria. Al día siguiente renovaron la marcha, con
más hambre, más frío y más miedo. Cuando llegaron a su destino unas manos
distintas los acogieron y pensaron que el trayecto había acabado. Lo que no
sabían es que aquella tormenta de la que huían había crecido dentro de los
corazones de los hombres y los había engullido. Ya no había destino donde
llegar, tampoco existía el camino de vuelta. Todo era oscuridad.