Al pasar por el
espejo no me vi. Retrocedí poniendo
atención: la imagen no estaba donde debía, en aquel espejo que tenía colocado
en mi dormitorio para vigilar los cambios. Caí en la cuenta: ya no habría más
cambios y mi cuerpo había decidido no verse proyectado. No tenía cuerpo.
La juventud se había pasado y la belleza había
empezado a marchitarse. Entonces decidí quitar las estrías de aquel embarazo;
luego me hice un liposucción para mejorar mis piernas y mi abdomen; al poco, los
círculos que rodeaban mis ojos desaparecieron en manos de un experto cirujano;
más tarde, estiré la piel de gran parte de mi cuerpo. Estaba cambiando, me
sentía hermosa aunque un poco alejada de la imagen que siempre me había
devuelto mi espejo. Así que, como todos me veían perfecta, decidí subir mis
pómulos, ampliar mis labios y volver a retocar de nuevo partes de mi cuerpo que
aún podían mejorar. Lo malo es que ya no me reconocía en el espejo. Pero no
importaba, al fin y al cabo seguía siendo yo, ¿o no? De pronto, sin que mi
imagen me avisara, comenzaron a desaparecer del cristal partes de mi cuerpo.
Todo por orden, por orden de arreglo: mis muslos, mi abdomen, mis brazos, todo
se desvanecía, y siguió pasando, mis labios, mis pómulos, y al final, mis ojos.
Ahora deambulo por la vida, pero ya no soy yo. Ahora soy invisible, pero estoy
perfecta.