RELATOS SOBRE LAS MUJERES DE MI INFANCIA
De mi
bisabuela, solo sé que existía y poco más. Hubo un tiempo en que ni siquiera
eso.
Aunque
ella estaba viva y lúcida, era tan solo una sombra lejana para mí, un susurro
entre las palabras, una frase en algún encuentro en la calle, una lejana mujer
que vivía entre sus recuerdos invisibles
para muchos, incluso para su familia.
Entre
silencios y voces bajas, descubrí que la madre de mi querido abuelo era, y fue
en su tiempo, una “madre soltera”. Su gran pecado fue descubrirse enamorada y embarazada
a la vez, dejar que su adolescencia se rompiera entre los brazos del amor
recién descubierto, del único amor que su joven cuerpo conoció en una cálida
noche de la sierra de Huelva.
Sus
sueños se rompieron cuando su amado se fue y tan solo le dejó su vientre
abultado. Su vida se quebró para siempre cuando descubrió que su amor había
dado frutos. Unos frutos que la encerrarían en su casa para el resto de su
vida, que le harían compartir su destino con la tristeza, con la soledad de la
noche eterna, con el vacío de un lecho desolado y frío donde tan solo podría
retozar con las sombras.
Su equivocación no fue amar, ni ser amada, ni
tan siquiera que su vientre explotara en un nuevo ser. Su equivocación fue
nacer en su tiempo. Un tiempo cuya crueldad se cebaba de una forma especial en
las mujeres y las convertía en rehenes de sus sueños, de su ignorancia, de su
inexperiencia, de sus ansias por vivir el momento. Les hacía pagar caro el ser
mujer.
Su castigo fue anularse en vida como mujer,
hacer de su juventud una prematura vejez, convertirse únicamente en madre para
vivir la vida en su hijo, y, después de que su
hijo creciera, cerrar la llave de su corazón y de su casa para dar paso
a una eterna soledad.
De
mi bisabuelo, solo sé que era alto y rubio, como la canción, y de nombre
extranjero. Él no vino en un barco, sino en coche ¡en aquellos tiempos! Vino a
un pueblo minero, poco tiempo. Luego se fue, y dejó al irse su recuerdo. Y su
recuerdo fue un drama que el nunca conoció; y fue llanto, vergüenza y
humillación. Y también fue mi abuelo.
Mi
abuelo llevaba escrito en su porte el “pecado “de mi abuela. Quizás por eso se
fue de su pueblo y se mantuvo alejado de ella. Era alto y rubio, de tez muy
clara, pero tenía los ojos tristes de mi bisabuela. De él y de su padre todavía nos quedan
huellas. Mi pelo siempre recordó el color del momento del amor pasado con un
extraño. Y uno de mis hijos conserva en su cabeza el rubio que en España tan
solo se logra entre tintes de peluquerías.
Tendría
yo 12 años, cuando por primera vez
fuimos al pueblo de mi abuelo. Algo ocurría, quizás era la despedida a una
mujer enferma que había sido invisible durante mi infancia.
Era el momento de conocer a esa persona
escondida tras la sombra de un pecado.
Solo iba a ser un día. Yo me sentía intrigada
por aquella mujer, había algo que me llamaba hacia ella. Tal vez mi abuelo, sin
que yo lo supiera, me había hablado mucho sobre su madre. Al fin y al cabo, él
estuvo siempre conmigo al lado de mi cuna y acompañándome en mis primeros
pasos, mi primer cigarro y mi primer poema.
Cuando
llegamos, entramos en una gran casa. En sus tiempos tuvo que ser bonita, ahora
no era más que el recuerdo en una piedra vieja. Un largo pasillo oscuro, del
color de los años rotos, conducía a un salón donde unas silenciosas mujeres
viejas sentadas en torno a una mesa camilla, con olor a romero, se levantaron y
nos saludaron. En sus ojos aparecieron unas lágrimas que evocaban su soledad y
la edad que las conducía, ya, al final de su camino. Salvo una, que se quedó
sentada y se movía de delante atrás con movimientos compulsivos. Creí que era
ella. Pero no, ella no vivía allí. Ella vivía sola, por decisión propia. Me
besaron y la más vieja tocó mi pelo y dijo:
-
Mira como el del niño, igualito, igualito. ¡Cuándo
ella lo vea...!
Eran las tías de mi abuelo. ¿Por qué fue primero a
verlas a ellas? Nunca lo sabré, no lo pregunté aquel día y será una respuesta que tan sólo puedo
imaginar. Quizá quería saber, por ellas, como estaba realmente su madre. Aquella
mujer que como el mundo le dio la espalda a ella, ella le dio la espalda al
mundo y a su propia familia, para encerrarse en una pequeña casa, refugiarse
entre sus paredes y vivir una existencia apartada.
Quizá
lloró por muchos años la huida de su amor, la incomprensión de una sociedad que
culpaba solo a las mujeres de un “pecado” cometido entre dos.
Hoy habría
sido una mujer moderna, no habría tenido que esconder su pena. Los años
lentamente van poniendo las cosas en su sitio. Pero ¡han tenido que sufrir
tanto, tantas y tantas mujeres hasta llegar aquí! ¡Y queda aún tanto y tanto
por sufrir ¡
Poco después volvimos a montarnos en el coche. Ahora
si que íbamos a su casa. ¿Cómo sería?......
Su casa no era gris, como la de antes, era blanca y
pequeña. Tenía un pequeño jardín y muchas, muchas macetas. Salió al vernos
llegar. Sólo tenía ojos para su hijo. Ojos tristes lacrimosos, pero llenos de
júbilo. Quizá viera en su hijo a ese otro hombre que un día amó. Y por un
momento, entre las brumas de la edad, lo llamó con un nombre incomprensible
para mí. Un nombre que evocaba recuerdos
del pasado. Luego se besaron, se abrazaron, se unieron por última vez. Aquella
vez sería la última que lo viera.
Más tarde, cuando los primeros momentos de emoción
pudieron esconder las lagrimas, sus ojos nos descubrieron. Saludó a todos, con
ese sentimiento que denota el paso del tiempo y la añoranza de los recuerdos.
Al verme, cogió mi cara entre sus manos, unas manos frías y sólidas curtidas
por los trabajos caseros, me besó, me miró con sus ojos tristes y me dijo:
-
igualito, igualito. Tienes el pelo igualito que mi
niño
Pero no me dijo nada más. Yo también era una
desconocida para ella que había nacido en un lugar extraño que nunca visitó y
entre una familia que no aprendió a amarla tal como era.
No recuerdo si la visita duró mucho o poco. Solo
recuerdo que mi bisabuela no dejó de
mirar a su hijo durante todo el tiempo y, de cuando en cuando, dejaba escapar
un suspiro y una mirada escondida hacia mí. Algo, aquel día sin apenas
conocerla, me unió a ella.
Al marcharnos sentí un vacío que aún hoy rememoro en
silencio. Ella me regaló una flor de cactus. No se porqué. Ni nunca lo sabré,
pero de lo que sí me acuerdo es de que al llegar a casa e ir a coger esa flor,
la flor no estaba. Había desaparecido. La busqué por todo el coche y lloré. Era
la flor que me había regalado ella. La flor se volvió invisible como mi
bisabuela.
Poco después de aquella visita, esta mujer que sin
ella saberlo me había dejado huella murió.
Hoy, después de más de treinta años no la he
olvidado, pienso en ella. Y tengo en mi jardín un gran macetón con las mismas
flores de cactus que me regaló mi bisabuela.