lunes, 17 de junio de 2013


RELATOS SOBRE LAS MUJERES DE MI INFANCIA





                 Mi Bisabuela


De mi bisabuela, solo sé que existía y poco más. Hubo un tiempo en que ni siquiera eso.
Aunque ella estaba viva y lúcida, era tan solo una sombra lejana para mí, un susurro entre las palabras, una frase en algún encuentro en la calle, una lejana mujer que vivía entre sus recuerdos invisibles  para muchos, incluso para su familia.
Entre silencios y voces bajas, descubrí que la madre de mi querido abuelo era, y fue en su tiempo, una “madre soltera”. Su gran pecado fue descubrirse enamorada y embarazada a la vez, dejar que su adolescencia se rompiera entre los brazos del amor recién descubierto, del único amor que su joven cuerpo conoció en una cálida noche de la sierra de Huelva.
            Sus sueños se rompieron cuando su amado se fue y tan solo le dejó su vientre abultado. Su vida se quebró para siempre cuando descubrió que su amor había dado frutos. Unos frutos que la encerrarían en su casa para el resto de su vida, que le harían compartir su destino con la tristeza, con la soledad de la noche eterna, con el vacío de un lecho desolado y frío donde tan solo podría retozar con las sombras.
 Su equivocación no fue amar, ni ser amada, ni tan siquiera que su vientre explotara en un nuevo ser. Su equivocación fue nacer en su tiempo. Un tiempo cuya crueldad se cebaba de una forma especial en las mujeres y las convertía en rehenes de sus sueños, de su ignorancia, de su inexperiencia, de sus ansias por vivir el momento. Les hacía pagar caro el ser mujer.
 Su castigo fue anularse en vida como mujer, hacer de su juventud una prematura vejez, convertirse únicamente en madre para vivir la vida en su hijo, y, después de que su  hijo creciera, cerrar la llave de su corazón y de su casa para dar paso a una eterna soledad.

De mi bisabuelo, solo sé que era alto y rubio, como la canción, y de nombre extranjero. Él no vino en un barco, sino en coche ¡en aquellos tiempos! Vino a un pueblo minero, poco tiempo. Luego se fue, y dejó al irse su recuerdo. Y su recuerdo fue un drama que el nunca conoció; y fue llanto, vergüenza y humillación. Y también fue mi abuelo.

Mi abuelo llevaba escrito en su porte el “pecado “de mi abuela. Quizás por eso se fue de su pueblo y se mantuvo alejado de ella. Era alto y rubio, de tez muy clara, pero tenía los ojos tristes de mi bisabuela.  De él y de su padre todavía nos quedan huellas. Mi pelo siempre recordó el color del momento del amor pasado con un extraño. Y uno de mis hijos conserva en su cabeza el rubio que en España tan solo se logra entre tintes de peluquerías.

Tendría yo 12 años, cuando  por primera vez fuimos al pueblo de mi abuelo. Algo ocurría, quizás era la despedida a una mujer enferma que había sido invisible durante mi infancia.
 Era el momento de conocer a esa persona escondida tras la sombra de un pecado.
 Solo iba a ser un día. Yo me sentía intrigada por aquella mujer, había algo que me llamaba hacia ella. Tal vez mi abuelo, sin que yo lo supiera, me había hablado mucho sobre su madre. Al fin y al cabo, él estuvo siempre conmigo al lado de mi cuna y acompañándome en mis primeros pasos, mi primer cigarro y mi primer poema.

Cuando llegamos, entramos en una gran casa. En sus tiempos tuvo que ser bonita, ahora no era más que el recuerdo en una piedra vieja. Un largo pasillo oscuro, del color de los años rotos, conducía a un salón donde unas silenciosas mujeres viejas sentadas en torno a una mesa camilla, con olor a romero, se levantaron y nos saludaron. En sus ojos aparecieron unas lágrimas que evocaban su soledad y la edad que las conducía, ya, al final de su camino. Salvo una, que se quedó sentada y se movía de delante atrás con movimientos compulsivos. Creí que era ella. Pero no, ella no vivía allí. Ella vivía sola, por decisión propia. Me besaron y la más vieja tocó mi pelo y dijo:

-          Mira como el del niño, igualito, igualito. ¡Cuándo ella lo vea...!

Eran las tías de mi abuelo. ¿Por qué fue primero a verlas a ellas? Nunca lo sabré, no lo pregunté aquel día  y será una respuesta que tan sólo puedo imaginar. Quizá quería saber, por ellas, como estaba realmente su madre. Aquella mujer que como el mundo le dio la espalda a ella, ella le dio la espalda al mundo y a su propia familia, para encerrarse en una pequeña casa, refugiarse entre sus paredes y vivir una existencia apartada.
Quizá lloró por muchos años la huida de su amor, la incomprensión de una sociedad que culpaba solo a las mujeres de un “pecado” cometido entre dos.

 Hoy habría sido una mujer moderna, no habría tenido que esconder su pena. Los años lentamente van poniendo las cosas en su sitio. Pero ¡han tenido que sufrir tanto, tantas y tantas mujeres hasta llegar aquí! ¡Y queda aún tanto y tanto por sufrir ¡

Poco después volvimos a montarnos en el coche. Ahora si que íbamos a su casa. ¿Cómo sería?......

Su casa no era gris, como la de antes, era blanca y pequeña. Tenía un pequeño jardín y muchas, muchas macetas. Salió al vernos llegar. Sólo tenía ojos para su hijo. Ojos tristes lacrimosos, pero llenos de júbilo. Quizá viera en su hijo a ese otro hombre que un día amó. Y por un momento, entre las brumas de la edad, lo llamó con un nombre incomprensible para mí.  Un nombre que evocaba recuerdos del pasado. Luego se besaron, se abrazaron, se unieron por última vez. Aquella vez sería la última que lo viera.
Más tarde, cuando los primeros momentos de emoción pudieron esconder las lagrimas, sus ojos nos descubrieron. Saludó a todos, con ese sentimiento que denota el paso del tiempo y la añoranza de los recuerdos. Al verme, cogió mi cara entre sus manos, unas manos frías y sólidas curtidas por los trabajos caseros, me besó, me miró con sus ojos tristes y me dijo:

-          igualito, igualito. Tienes el pelo igualito que mi niño

Pero no me dijo nada más. Yo también era una desconocida para ella que había nacido en un lugar extraño que nunca visitó y entre una familia que no aprendió a amarla tal como era.

No recuerdo si la visita duró mucho o poco. Solo recuerdo que mi bisabuela  no dejó de mirar a su hijo durante todo el tiempo y, de cuando en cuando, dejaba escapar un suspiro y una mirada escondida hacia mí. Algo, aquel día sin apenas conocerla, me unió a ella.

Al marcharnos sentí un vacío que aún hoy rememoro en silencio. Ella me regaló una flor de cactus. No se porqué. Ni nunca lo sabré, pero de lo que sí me acuerdo es de que al llegar a casa e ir a coger esa flor, la flor no estaba. Había desaparecido. La busqué por todo el coche y lloré. Era la flor que me había regalado ella. La flor se volvió invisible como mi bisabuela.

Poco después de aquella visita, esta mujer que sin ella saberlo me había dejado huella murió.


Hoy, después de más de treinta años no la he olvidado, pienso en ella. Y tengo en mi jardín un gran macetón con las mismas flores de cactus que me regaló mi bisabuela.