jueves, 23 de marzo de 2017



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Cuento     

                          La sabiduría del deseo

Paseaba plácidamente por la vereda de un río, no era el primer día que recorría aquellos caminos y salía tras la soledad de sus pasos dirigiéndolos a ese encuentro con él. Pero aquella tarde las nubes se habían empeñado en hacer más oscuro de lo normal el trayecto de ida. El viento soplaba fuerte y la niebla oscurecía el horizonte. Cuando se dio cuenta ya estaba perdida, empezó a buscar el sendero, pero tan sólo consiguió adentrarse más en el bosque. De pronto sintió su voz, sí, era él y se aproximaba. Cuando lo tuvo a su lado se agarró a su cintura y lo besó agradecida por haber salido en su búsqueda. Luego él la besó profundamente y empezó a acariciarla en medio de la confusión de la tormenta, sus cuerpos se fundieron y empezaron a gozar de todas las formas posibles, compartieron fluidos y gemidos, arrastrándose por el ardor entre el fango en el que se había convertido el camino. Un torbellino de nuevas sensaciones se apoderó de ella, llegando a comprender la plenitud de las palabras amor y pasión; y como si un rayo la hubiese iluminado desde el cielo, todo su ser se convirtió en un capricho de placeres.
 Así el temporal dio paso a un limpio amanecer, y ella despertaba en el camino, desnuda y plena, pero no estaba él. Se vistió y fue al lugar donde se reunían, tan sólo una nota que decía así:
Has amado y has gozado, yo me voy con la tormenta, no me busques porque tan sólo soy tu otro yo que andaba perdido en el bosque. No salgas a mi encuentro, te dejo lo mejor de mí: la sabiduría del deseo.

lunes, 13 de marzo de 2017




                                                                         Cuento


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La vuelta a la realidad
                                                                        "Horizontes perdidos"

Por aquel entonces, la moral y las costumbres en aquel valle se había ido relajando y diluyendo con el paisaje que aislaba el mundo del lugar. Durante mucho tiempo la vida entre esas montañas había dejado a sus habitantes fuera del fluir del tiempo, y con ello habían creado una manera más libre de ver la vida, apartados de prejuicios y doctrinas que empañasen sus mentes. Era un pueblo de amantes, donde el amor se vivía de forma plena y las relaciones entre las personas iban y venían con entera libertad. Las leyes no marcaban pautas y las flores crecían a su libre albedrío.
Cuando Gabriel llegó allí, tras un largo recorrido perdido entre las montañas, descubrió algo insólito para él que venía de una gran urbe, descubrió el sentido pleno de la palabra amor. Después de varios días de ser atendido en una especie de hospital, donde trataron su cansancio y su deshidratación, lo incorporaron a su mundo y lo introdujeron en sus costumbres. De esta manera, Gabriel se fue enamorando de una de las mujeres que se habían preocupado de su restablecimiento, se llamaba Diana, como la diosa romana de la caza, protectora de la naturaleza y la luna. Cuando Diana descubrió el amor de Gabriel, ella, enamorada también, corrió a sus brazos para demostrarle su querer, así entre los dos nació la pasión y todas las noches se convirtieron en una sola, ambos envueltos por el mayor de los placeres. Nada paraba sus deseos, salvo la necesidad de alimento y sueño, y estos se convirtieron en profundos y eternos: las caricias recorrían ambos cuerpos confundiendo las pieles, los fluidos se mezclaban,los besos se alargaban hasta el amanecer, y el tiempo no existía entre aquellas paredes. Todo fluía, sin embargo Gabriel añoraba otros tiempos, otras gentes y otras tierras.  Una mañana le propuso a Daniela salir de aquel paraíso para cruzar las montañas y escapar de aquel maravilloso valle que con los días se le fue antojando como una cárcel, para volver a la civilización. Partieron al amanecer, transitaron por laderas escarpadas, anduvieron cruzando ríos, saltaron pasos y dejaron atrás la vida de ella, por la de él. Al llegar a la civilización, el aire se volvió denso; el ruido, atronador; la visión, desoladora, pero Gabriel de la mano de Daniela entró en su ciudad e inauguró una vida.
 Pasó el tiempo, los años se cobraron la alegría y trajeron las tristezas. Entonces una mañana gris envuelta en tiniebla, Daniela hizo su equipaje e invitó a Gabriel a volver a su tierra. Gabriel, cansado, tardó en decidirse, pero lo hizo. Esta vez la partida fue al atardecer, y cruzaron ríos, subieron montañas, anduvieron por valles abandonados y solitarios. Cuando llegaron al lugar, lo habían amurallado para entrar y Daniela tuvo que demostrar quién era, pero ya no era ella, aunque los dejaron pasar. Allí descubrieron lo que habían abandonado: unas vidas sin prejuicios marcadas por el feliz paso de los días, un oculto y moderno shangri-la, pero sus cuerpos viejos y cansados tan sólo pudieron recobrar un poco de aliento y murieron. La gente del lugar les hizo un bonito entierro, cubiertos ambos de pétalos de rosas incineraron sus restos.

 Y cuando algún niño preguntaba ¿Quiénes son? Contestaban: unos que cambiaron sus sueños por realidades y huyeron de la felicidad. Ahora, al menos, descansarán donde debían estar.