El
camino hacia el lugar elegido era grandioso, aunque costaba llegar a él toda
una eternidad. Entre las rocas sonaba el ronquido del oleaje de manera estremecedora.
Aquel atardecer traía recuerdos de otros tiempos donde todo era más simple, más
asequible, más tranquilo y también más oscuro. La orilla del mar trasladaba con
la espuma de las olas restos de un antiguo naufragio que la corriente expulsaba
de las entrañas del océano. Entre los restos acumulados en la arena, un vetusto
mascarón de proa movía casi imperceptiblemente la cola. El viejo marino paseaba
evocando su pasado decidido a sucumbir en aquella playa. Ya nada le interesaba,
el mundo se había convertido en un juego de sonidos, de melodías acortadas y
enlatadas, ya nadie escuchaba el eco del abismo en una caracola, además
pronto la marea se llevaría el antiguo faro, su hogar desde que su amputada pierna
lo dejó en muelle seco. Mientras los pensamientos del anciano acallaban el
ruido exterior, la sirena que se debatía entre las algas salió de la enredadera
y se dirigió hacia el viejo; cuando llegó a su lado le acarició el ralo cabello
y comenzó a entonar un canto. El farero embrujado por aquella melodía
milenaria abrazó aquel trozo de madera que había recobrado vida. La sirena
abrió su majestuosa boca y engulló al marino, luego miró hacia el horizonte
esperando una llamada. Y cuando una gigantesca ola llegó a la playa, se zambulló
en ella para volver al fondo del mar y depositar el cuerpo que se había cobrado
en el cementerio de los sueños rotos.