sábado, 25 de enero de 2020



                        "Albergue de las olas altas







 El recorrido estaba llegando a su fin coincidiendo con el ocaso del día, el cansancio se había ido incrementando con el transcurrir de las horas, y ya era imposible que nuestros pasos nos llevasen mucho más lejos. Al pasar un cerro, vimos una larga y antigua nave oxidada y envejecida por el salitre del mar, en lo alto de su desvencijado techo, un cartel medio caído que ponía: "Albergue de las olas altas”. Aquel sitio parecía algo lúgubre y abandonado para ser un albergue, sí, más bien parecía una antigua herrería donde la fundición hubiese huido del ruido de las altas olas, como su nombre ponía. Pero para nosotros fue todo un respiro encontrar un sitio alejado de las piedras y la sucia arena de aquella inhóspita playa. Así que nos acercamos a la puerta y llamamos; nadie acudió a nuestra llamada, pero esta se abrió sola y, sin pensarlo, entramos en busca de quien nos atendiese. Pocos segundos después, apareció un hombre muy grande con una extraña pelambrera y un cuchillo en la mano que se presentó ante nosotros como uno de los encargados del albergue, pidiéndonos disculpas por no habernos abierto la puerta antes, pero estaba en la cocina preparando cena y no había escuchado nada. Fue muy amable y nos ofreció comida y cama por un módico precio. Aunque hubo algo que no nos gustó nada: la cama debíamos compartirla con muchas otras personas que, como nosotros, era lo único que habían encontrado en este siniestro lugar. Comimos una sabrosa carne con patatas asadas y un vino con un extraño sabor dulzón, picante y demasiado denso para nuestro paladar; la carne, al parecer, era de su propia granja, así que imaginamos que sería alguna especie de ave parecida al pollo, incluso había trozos que sabían a liebre. El vino también lo elaboraban allí. Una vez que acabamos, pudimos entrar en unos aseos que, en comparación con todo lo que nos rodeaba, estaban muy limpios. Luego otro hombre distinto, pequeño y con unos ojos azules y fríos, nos condujo a una larga habitación con dos filas interminables de camas paralelas donde dormían muchas personas de ambos sexos. No se oía casi nada, algunos movimientos entre las sábanas, algunos suspiros, alguna respiración entrecortada…pero lo que de verdad sorprendía era que entre esa gran cantidad de personas que estaban allí dormitando, el ruido era casi imperceptible, como si la mayoría de ellas estuviesen en un profundo y silencioso sueño. Y el olor era casi insoportable… olía a muerte. Nadie advirtió nuestra presencia ni se percató de los nuevos visitantes cuando nos metimos en la larga cama, esperando que aquel olor desapareciese y el sueño obrase milagros. Así estuvimos intentando dormir durante un rato, pero era imposible, aquel sitio, a pesar del silencio, no nos dejaba conciliar el sueño, por lo cual, un poco más descansados que cuando llegamos, decidimos seguir nuestro camino. Aunque pronto caería la noche cerrada, aún nos quedaban un par de horas de tenue luz, incluso la penumbra en un lugar desconocido sería mejor que seguir en aquel recinto que cada vez más nos producía más temor.
Cargamos nuestros bártulos, que eran pocos, y emprendimos el camino hacia la puerta. En el pequeño tramo que anduvimos hasta la salida, no encontramos a nadie. Parecía que nuestros anfitriones se habían también retirado. Sin pensar en otra cosa, nos dirigimos hacía el camino que antes habíamos traído hasta llegar al albergue. Cuando ya nos aproximábamos a la salida, unos hombres empujando unas carretillas, ataviados con ropajes grises, capas negras, roñosas y largas y mugrientas barbas se nos acercaron, nos pararon y nos preguntaron qué a dónde íbamos, la puerta estaba cerrada hasta el día siguiente. En ese momento, la señal de alerta que se nos había encendido en el interior del edificio se hizo más fuerte y el miedo se adueñó de nosotros. Les dijimos que ya habíamos descansado lo suficiente y que reemprendíamos nuestro viaje. Dijeron que lo sentían, pero tendríamos que esperar a que se abriera la puerta, si intentábamos irnos, no tendrían más remedio que impedirnos el paso, eran sus normas... No sabíamos que hacer. De pronto llegaron más, con más carretillas…y lo vimos: gatos muertos y en estado de descomposición llenaban los armatostes, era asqueroso y apestaba a carne en putrefacción…y había más: de entre los pellejos y carnes se entreveían otro tipo de animal… El horror se hizo sentir en nuestras venas dejándonos paralizados y sin poder gritar del miedo, eran hombres muertos, tan corrompidos como los gatos y aún llevaban pegados a sus cuerpos restos de ropas. Al fondo del camino, nos pareció ver a otros tipos, tan horripilantes como estos o más, arrastrando lo que parecían cadáveres humanos. La imagen era repugnante, nauseabunda, aterradora…indescriptible. Uno de los hombres que portaban aquel horrendo espectáculo le dijo al otro: ¿qué, que se te escapa la comida de mañana?
Eso éramos nosotros junto con aquellos asquerosos gatos: la comida de los días siguientes. Y…los que dormitaban en aquellas siniestras camas, serían la de mañana. Entonces ¿qué habíamos comido nosotros hoy? Si lo que nos supo a liebre eran gatos… ¿Qué era lo que nos supo a pollo? ¿Y aquel extraño y pegajoso vino…?

     Imposible escapar, nos rodearon y nos vimos envueltos en una especie de red pegajosa y maloliente, aquellas caras habían perdido todo atisbo de humanidad y en sus rostros tan solo quedaban marcas de otros seres que habían intentado huir de aquel sanguinario destino.
Ahora, escribo desde un pozo en cuyo fondo tan solo estamos los que próximamente pasaremos por el escalofriante matadero de esta extraña playa. Aquí entre las ranuras de la pared, dejo esta historia…aunque no creo que nadie la vuelva a leer, pues me temo que nadie saldrá de aquí salvo para ser manjar de siniestros y espeluznantes depredadores.