"Albergue de las olas altas”
El recorrido estaba llegando a su fin
coincidiendo con el ocaso del día, el cansancio se había ido incrementando con
el transcurrir de las horas, y ya era imposible que nuestros pasos nos llevasen
mucho más lejos. Al pasar un cerro, vimos una larga y antigua nave oxidada y
envejecida por el salitre del mar, en lo alto de su desvencijado techo, un
cartel medio caído que ponía: "Albergue de las olas altas”. Aquel sitio parecía
algo lúgubre y abandonado para ser un albergue, sí, más bien parecía una
antigua herrería donde la fundición hubiese huido del ruido de las altas olas,
como su nombre ponía. Pero para nosotros fue todo un respiro encontrar un sitio
alejado de las piedras y la sucia arena de aquella inhóspita playa. Así que nos
acercamos a la puerta y llamamos; nadie acudió a nuestra llamada, pero esta se
abrió sola y, sin pensarlo, entramos en busca de quien nos atendiese. Pocos segundos
después, apareció un hombre muy grande con una extraña pelambrera y un cuchillo
en la mano que se presentó ante nosotros como uno de los encargados del
albergue, pidiéndonos disculpas por no habernos abierto la puerta antes, pero
estaba en la cocina preparando cena y no había escuchado nada. Fue muy amable y
nos ofreció comida y cama por un módico precio. Aunque hubo algo que no nos
gustó nada: la cama debíamos compartirla con muchas otras personas que, como
nosotros, era lo único que habían encontrado en este siniestro lugar. Comimos
una sabrosa carne con patatas asadas y un vino con un extraño sabor dulzón,
picante y demasiado denso para nuestro paladar; la carne, al parecer, era de su
propia granja, así que imaginamos que sería alguna especie de ave parecida al
pollo, incluso había trozos que sabían a liebre. El vino también lo elaboraban
allí. Una vez que acabamos, pudimos entrar en unos aseos que, en comparación
con todo lo que nos rodeaba, estaban muy limpios. Luego otro hombre distinto,
pequeño y con unos ojos azules y fríos, nos condujo a una larga habitación con
dos filas interminables de camas paralelas donde dormían muchas personas de
ambos sexos. No se oía casi nada, algunos movimientos entre las sábanas,
algunos suspiros, alguna respiración entrecortada…pero lo que de verdad
sorprendía era que entre esa gran cantidad de personas que estaban allí
dormitando, el ruido era casi imperceptible, como si la mayoría de ellas
estuviesen en un profundo y silencioso sueño. Y el olor era casi insoportable…
olía a muerte. Nadie advirtió nuestra presencia ni se percató de los nuevos
visitantes cuando nos metimos en la larga cama, esperando que aquel olor
desapareciese y el sueño obrase milagros. Así estuvimos intentando dormir
durante un rato, pero era imposible, aquel sitio, a pesar del silencio, no nos
dejaba conciliar el sueño, por lo cual, un poco más descansados que cuando llegamos,
decidimos seguir nuestro camino. Aunque pronto caería la noche cerrada, aún nos
quedaban un par de horas de tenue luz, incluso la penumbra en un lugar
desconocido sería mejor que seguir en aquel recinto que cada vez más nos
producía más temor.
Cargamos
nuestros bártulos, que eran pocos, y emprendimos el camino hacia la puerta. En
el pequeño tramo que anduvimos hasta la salida, no encontramos a nadie. Parecía
que nuestros anfitriones se habían también retirado. Sin pensar en otra cosa,
nos dirigimos hacía el camino que antes habíamos traído hasta llegar al
albergue. Cuando ya nos aproximábamos a la salida, unos hombres empujando unas
carretillas, ataviados con ropajes grises, capas negras, roñosas y largas y mugrientas
barbas se nos acercaron, nos pararon y nos preguntaron qué a dónde íbamos, la
puerta estaba cerrada hasta el día siguiente. En ese momento, la señal de
alerta que se nos había encendido en el interior del edificio se hizo más
fuerte y el miedo se adueñó de nosotros. Les dijimos que ya habíamos descansado
lo suficiente y que reemprendíamos nuestro viaje. Dijeron que lo sentían, pero
tendríamos que esperar a que se abriera la puerta, si intentábamos irnos, no
tendrían más remedio que impedirnos el paso, eran sus normas... No sabíamos que
hacer. De pronto llegaron más, con más carretillas…y lo vimos: gatos muertos y
en estado de descomposición llenaban los armatostes, era asqueroso y apestaba a
carne en putrefacción…y había más: de entre los pellejos y carnes se entreveían
otro tipo de animal… El horror se hizo sentir en nuestras venas dejándonos paralizados
y sin poder gritar del miedo, eran hombres muertos, tan corrompidos como los
gatos y aún llevaban pegados a sus cuerpos restos de ropas. Al fondo del
camino, nos pareció ver a otros tipos, tan horripilantes como estos o más,
arrastrando lo que parecían cadáveres humanos. La imagen era repugnante,
nauseabunda, aterradora…indescriptible. Uno de los hombres que portaban aquel horrendo
espectáculo le dijo al otro: ¿qué, que se te escapa la comida de mañana?
Eso éramos
nosotros junto con aquellos asquerosos gatos: la comida de los días siguientes.
Y…los que dormitaban en aquellas siniestras camas, serían la de mañana.
Entonces ¿qué habíamos comido nosotros hoy? Si lo que nos supo a liebre eran
gatos… ¿Qué era lo que nos supo a pollo? ¿Y aquel extraño y pegajoso vino…?
Imposible escapar, nos rodearon y nos vimos envueltos en una especie de red pegajosa y maloliente, aquellas caras habían perdido todo atisbo de humanidad y en sus rostros tan solo quedaban marcas de otros seres que habían intentado huir de aquel sanguinario destino.
Imposible escapar, nos rodearon y nos vimos envueltos en una especie de red pegajosa y maloliente, aquellas caras habían perdido todo atisbo de humanidad y en sus rostros tan solo quedaban marcas de otros seres que habían intentado huir de aquel sanguinario destino.
Ahora, escribo
desde un pozo en cuyo fondo tan solo estamos los que próximamente pasaremos por
el escalofriante matadero de esta extraña playa. Aquí entre las ranuras de la pared,
dejo esta historia…aunque no creo que nadie la vuelva a leer, pues me temo que
nadie saldrá de aquí salvo para ser manjar de siniestros y espeluznantes depredadores.