El
coche del pueblo estaba llegando a la estación de Córdoba en Sevilla, la tarde
era gris, como la vida de muchos de los que vivían en esta tierra. Ana agarraba
fuertemente su pequeña y desgastada maleta que le había prestado su tía, una
maleta que había comprado para realizar un viaje al norte, pero que con la
llegada del Golpe de Estado del General Franco se había truncado y se había
quedado guardada como un tesoro en un altillo del armario. La maleta y las
lágrimas eran lo único que ahora tenía Ana como suyo. Los sollozos no le
dejaban ver los letreros que le informaban sobre el andén al cual llegaría su
tren para Madrid. Y se limpió la tristeza con la manga del vestido. Tras
Madrid, París: una parada en una estación, un bocadillo en el viejo apeadero
que aún se intenta recuperar de las llagas de la gran guerra y otro extraño
tren; un nuevo billete, otras caras, otro asiento, un camino por recorrer, otro
bocadillo ya endurecido por el paso de las
horas, una cabezadita en el incómodo y raído asiento que le ha tocado, un roce
sin querer y una protesta ciega y…Hamburgo. Hamburgo, la ciudad que le va a
solucionar sus problemas económicos, pero a la vez la ciudad que pone espacio
entre el pasado y el presente, una ciudad que renace de sus cenizas y necesita
mano de obre para crecer y olvidar…
Sólo será por poco tiempo. Ana necesita
conseguir el dinero suficiente para pagar la delicada operación a la cual tiene
que someterse su novio, ya que en España resulta imposible obtener esa cantidad
de una manera decente. España está llena de miseria, de miedos tras unos años
de posguerra que no han hecho más que ocultar furtivas lágrimas tras la pérdida
de la libertad.
Manuel
lleva enfermo desde hace 4 años y necesita unos medicamentos que en este país
escasean, pues tan sólo los más pudientes pueden acceder a ellos y no siempre:
no es su caso y sin ellos la operación de corazón a la que debe ser sometido
será imposible. Por lo cual Ana irá a
Alemania para poder salvar a su querido Manuel.
Ana nunca ha salido de su pueblo, ni siquiera
al de al lado. Su vida se ha desarrollado en el corral de su casa criando
gallinas, cosiendo para la calle y atendiendo a su madre hasta que ésta
murió. Poco después conoció a Manuel.
Manuel apareció por el lugar una mañana de abril,
venía de lejos, según dijo; pero todos pensaron que huía de una anterior
identidad porque llevaba tatuado en el brazo una flor roja. Nadie le preguntó nada. Había muchos secretos
escondidos entre los pétalos de muchas rosas en aquel pueblo. Así que Manuel
montó un bar en el centro de la villa, un pequeño negocio para poder sobrevivir,
y luego se fija en Ana.
Ana tiene unos inmensos ojos azules que
intentan descubrir la vida en todo momento: la piel, blanca; el pelo, rubio y rizado;
su cuerpo, delgado, pero con formas; su carácter, dulce. Es una mujer castigada
por la vida, como todos en esa España, pero con una gran fuerza para luchar.
Acaba de perder a su madre y, aunque con tristeza, está estrenando un tiempo
que le corresponde vivir después de haber hecho de hija y enfermera en una
húmeda y triste habitación.
Manuel
y Ana se conocen en la plaza. Ella viene del mercado y él se está fumando un
pitillo viendo como cae el agua de la fuente y se ofrece, galantemente, a
llevarle la compra, y ella se deja ayudar. Necesita que la mimen y él la mima. Con
el tiempo, Ana encuentra entre sus brazos el cariño que se le había ocultado
durante años, se enamora de Manuel y empieza a vivir por primera vez. Desde ese
momento, le ayuda en el bar sirviendo las mesas; algunas veces, se mete con él
en la cocina; otras, simplemente, lo contempla ensimismada desde una esquina,
como un gran tesoro que es sólo suyo.
Pero
Manuel tose, llegó tosiendo al pueblo y cada día lo hace más. Había aspirado
humedad entre las paredes de algún agujero donde estuvo viviendo durante un
tiempo. Se cansa, parece que la vida lo está dejando y, poco a poco, tiene que
dejar de atender el bar, se asfixia a cada paso y le duele el corazón. Ana, con
mucho esfuerzo, consigue llevarlo a la capital a un médico utilizando los pocos
ahorros que le había dejado su madre. Aquella mañana se levantan temprano, se
encuentran en la plaza y cogen el autobús que les conducirá hacia sus
esperanzas de cura. Durante el recorrido, pasan por varios pueblos antes de
llegar a su lugar definitivo. Los pueblos se han vuelto oscuros, como las
personas que los habitan o, más bien, que los van deshabitando, porque son
muchos los que se han ido en busca de trabajo a Suiza, Francia o Alemania. En
cualquier sitio mejor que en España. En algunas calles tan sólo se ven niños,
pocos, y personas mayores sentadas en las puertas de sus viejas casas esperando
que pase la vida. Los más jóvenes han huido de aquella miseria hacia un futuro
incierto, cualquier cosa mejor que malvivir entre mustias paredes sin porvenir
alguno.
Cuando
llegan a la parada final, Manuel se ha dormido y Ana lo despierta con suavidad
y cariño como si fuera su bebé, lentamente bajan y cogen un taxi, todo un lujo
que los llevara a la consulta del médico. Llegan una hora antes, por lo cual
tienen que hacer tiempo en una inhóspita sala de espera, sentados en unas duras
sillas de madera en compañía de otros enfermos. Hay uno, que al igual que su
Manuel, no deja de toser; otro, que da miedo verlo, tiene un gran bulto sobre
so ojo izquierdo y se queja de que no logran curarlo; una señora, con un niño
en brazos, no para de hablar sobre lo que le cuesta conseguir una comida
apropiada para aquel chiquillo que no quiere comer de nada y se le está yendo. Ante
la charla,la enfermera manda guardar silencio.
Por
fin les llega el turno, un poco asustados pasan a la habitación que hace las
veces de consulta y sala de curas. La sala parece sacada de algún castillo,
está llena de muebles antiguos muy barrocos destilando olor a viejo. El médico
le pregunta muchas cosas a Manuel, y éste le contesta escuetamente: si, no.
Parece tener miedo a hablar demasiado. Cuando acaba el interrogatorio, Manuel
se tumba en una camilla y el doctor lo llena de cables y le dice que se esté
quieto, mientras por una máquina sale un papel con unas especies de líneas
azules y rojas con formas de pirámides y carreteras onduladas. Luego, le quita
los cables al paciente y se pone con cara seria a estudiar aquel gráfico.
Después de un rato y con cara de hombre importante, se sitúa delante de ellos y
los mira solemnemente. Manuel tiene una lesión cardiaca, pero con una operación
se arreglará todo. El problema es que si no se realiza dicha operación en poco
tiempo la lesión irá a más e incluso podía conducirle a la muerte, por lo cual
es imprescindible la intervención. Pero hay otro problema, antes debe de tomar
una medicación especial que hay que pedir a Francia y resulta muy cara, si le
traen el dinero él se encargara de los trámites, pero antes tienen que pagarla
para poderla solicitar. No se puede hacer otra cosa.
A
Ana se le viene el mundo abajo, ninguno de los dos tienen dinero suficiente
para poder pagar aquellos medicamentos. Manuel no está en disposición de
trabajar, ella no puede llevar el bar sola, además, el bar da tan sólo para
seguir viviendo y mal. Pero ella no va dejar que Manuel se consuma mientras
tenga dos manos y así se lo hace saber al médico. Volverán con el dinero y se
operara a tiempo.
Fue
ella la que toma la resolución de irse a trabajar a Alemania. Manuel no quiere,
pero tampoco lucha en contra. Quiere vivir ante todo.
Ana
tiene una amiga en Hamburgo que se ha ido allí un año antes, de criada en una
“buena casa”. Ha mantenido correspondencia con ella y le dice que le busque una
casa donde trabajar, o un puesto en alguna fábrica de las que hay tantas en
Alemania. Ella es una buena costurera y puede trabajar muchas horas sin
cansarse, aunque últimamente tiene un persistente dolor de espalda, lo atribuye
a la tensión nerviosa, a la pena. Pero Ana no le da importancia, sólo quiere
irse pronto para volver con el dinero necesario para los medicamentos que le
salvaran la vida a su novio. Y así es, su amiga del alma no le falla y no tarda
en llegar la carta de Elena con un trabajo en Hamburgo en una casa, de
cocinera.
El
tiempo empieza a correr, mientras ella se funde en la rutina diaria. El día de la marcha ha llegado raudo, casi sin
darle lugar a hacerse la idea de que va comenzar otra vida.
Manuel
calla, cada vez habla menos, la tristeza ha hecho mella en él, no quiere
despedirse de Ana, tiene miedo de no volverla a ver.
Así
fue como Ana llega a esa estación de tren, sola, asustada, acompañada por
aquella maleta que lleva tanto tiempo ansiando ser usada y que ahora viaja en
unas manos distintas de las que fue su dueña, una maleta llena de penas en
busca de una salida a una muerte, una muerte que lleva ya mucho tiempo escrita
en el rostro de Manuel.
Su
amiga la esta esperando en el mismo andén. Se abrazan, unas lágrimas asoman por
los ojos de ambas, y Elena le coge la maleta pues ve a Ana muy cansada y
abatida por las horas de viaje, por el cambio, por su extrema responsabilidad
ante Manuel, por la vida misma. Entran en un bar de la estación y Elena pide
dos cafés y un bocadillo, allí, tranquilamente, se sumergen en una charla sobre
la vida de ambas y su futuro.
Elena está satisfecha en aquella ciudad, ha
aprendido pronto la lengua y eso le ha reportado muchas ventajas. La casa en la
cual trabaja es elegante y tiene una habitación para ella sola, algo que le
ocurre por primera vez en su vida. En su pueblo, en casa de sus padres, ha
compartido durante años una gran sala donde dormían sus progenitores al fondo y,
separados por una cortina, estaban las camas de sus hermanos y la de ella. Ella
tenía suerte, pues al ser la única chica tenía cama propia; aunque cuando su
abuela los visitaba tenían que dormir juntas, algo que a veces no resultaba muy
agradable. Sus hermanos se acostaban tres en el mismo colchón que recogían
todas las mañanas para convertir aquel dormitorio múltiple en una cocina-
salón-comedor. El servicio estaba en el corral.
Elena
le dice a Ana que está contenta, a pesar de que tiene que aguantar las manías
de la señora y las salidas de tono del marido. Lleva la casa y los niños, y el
sueldo es bueno, sobre todo para una española, le permite enviar a sus padres
todos los meses lo necesario para que ellos puedan vivir mejor, incluso ahorra
algo para una futura vuelta. Ana irá a las afueras, a una zona residencial, a
una casa con jardín donde hará de cocinera y de lo que le pidan para el
mantenimiento del hogar. Son una buena familia y le darán un día libre a la
semana, en ese día podrán quedar para verse en el centro de la ciudad.
En
la misma estación a la que había llegado unas horas antes, Ana coge un tren de
cercanías que le conduce al pueblo donde va a buscar su futuro. Elena le ha
dado una carta de presentación y un papel con la dirección de la casa. “Está
cerca, una vez bajes, podrás ir andando, enseñas el papel con la dirección que
ya te indicarán”.
El
tren recorre lentamente un camino lleno de grandes árboles que parecen querer
besar el cielo. Ana observa todo aquello que resulta para ella tan singular,
nada que ver con su cálida Andalucía: las casas tienen tejados rojos que hacen
compañía a la naturaleza integrándose en ella, las puertas y ventanas de madera
cobijan dentro las chimeneas que brindan calor al hogar y que expulsan su humo
por encima de sus tejas, hay verdes campos donde pastan a placer las vacas y
arriba un cielo gris que deja pasar algún leve rayo de sol. Nadie hubiera dicho
que una gran guerra acababa de pasar por allí.
Ana
que es muy observadora se fija en los rostros de aquellos hombres y mujeres que
la rodean: rubios, altos, ojos azules. Ella puede mezclarse entre ellos sin que
nunca piensen, si no habla, claro, de su lejana procedencia. En el fondo del
vagón, hay una familia entera formada por los padres y seis hijos que toma el
almuerzo. En el vagón se escucha un murmullo de palabras incomprensibles para
ella, suenan duras, como un susurro mandato, nada que ver con los gritos de los
trenes españoles. Aquí las risas son suaves, pero las miradas parecen esquivas.
Cuando
el tren se para, reconoce el nombre de la estación escrito por su amiga en el
papel, así que toma su maleta y baja al andén. Allí comienza de nuevo su
futuro, su aventura fuera de casa.
Tal
como le había dicho Elena, hay un cartel señalando el lugar al cual ella se
dirige. Se pone en marcha cargada con su valija, sus ilusiones y sus miedos. Es
la primera vez que se encuentra lejos de su tierra, de su familia y de Manuel…
Tras
un breve recorrido, llega a la casa donde la esperan, mientras unos tenues
rayos solares le dan la bienvenida. Antes de llamar a la puerta, se queda un
rato observando el que va a ser su nuevo hogar. Siente miedo y tiene unas ganas
tremendas de volver a coger los trenes que la lleven de vuelta a casa. Aun así se recompone pronto y junta el valor
necesario para llamar a la puerta. Abre una mujer muy rubia y aún joven, aunque
algo ajada, con un niño de pecho en brazos.
-Buenas
tardes, ¿Gutten Tag? Soy Ana y me envía Elena, de España.
-Buenas
tardes, hablo algo de su lengua. Me llamo Ingrid y soy la señora, este es mi
hijo pequeño, Don. Entre bitte.
El
interior de la vivienda es muy acogedor, lleno de pequeños detalles que en
España ni siquiera se conocen. España es austera y fría y sobre sus repisas
duermen aún flamencas y toreros. Aquello es distinto: es un hogar.
Los primeros meses pasan rápidos. Ana se
esfuerza por dar lo mejor de ella y descansa poco, pero lo hace con la
esperanza de salvar a su Manuel y no le cuesta trabajo. Cuando termina todas
las labores del hogar, cose para algunas amigas de su señora y así se gana un
pequeño sobresueldo. Empieza poco a poca a cogerle cariño a aquella tierra y a
conocer el idioma, lo que le ayuda a integrarse rápidamente, no lo escribe,
pero lo entiende bien y sabe leer más o menos los letreros . No echa en falta España, allí hay mucha
escasez y miserias. Pero añora a Manuel, sabe de él por dos cartas que le han
llegado recientemente, aquellas misivas le dicen que la salud de Manuel
empeora: “si sigue así no habría nada que hacer, la tos no para ni de día ni de
noche y últimamente lo está visitando la fiebre demasiado a menudo”. Ana envía,
religiosamente, gran parte de su dinero a España para que pueda comprar las
medicinas tan caras y necesarias. Pero no existen medicinas milagrosas, y la
salud de Manuel no mejora y se apaga minuto a minuto. Ana no puede volver, hace
falta el dinero para los medicamentos. Tal vez, aún es demasiado pronto para
que hagan efecto o, quizá, ya no volverá a ver a Manuel.
Mientras
tanto, la vida se Ana se hace más fácil. Una vez adaptada, tiene su círculo de
amigas y salen los fines de semana: van al cine -en España tan sólo había ido
una vez-, al parque o se reúnen en alguna casa donde charlar tranquilamente de
su tierra y sus gentes. Ella se ha encariñado con la familia con la que trabaja
y se siente bien. Haciendo uso de su tiempo libre, Ana se presenta a una
entrevista en una fábrica de confección; aunque no piensa dejar la casa en la
que trabaja, espera coger un turno de tarde y arreglar el horario con su
señora. Todas las noches se dice lo mismo pensando en la España que dejó atrás:
en Alemania la vida es más placentera, se pasa menos hambre y también se encuentra
más libre.
Una
maña fría de invierno, al levantarse de la cama, siente que algo se le quiebra
en la espalda y no puede ponerse en pié, llama a su señora y ésta al médico. Cuando
el médico la reconoce la envía al hospital donde, tras una gran batería de
pruebas, tiene que someterse a una pequeña operación de columna, pues tiene una
desviación corregible con una fácil intervención. En el hospital, tendrá que
guardar reposo durante un mes: sin familia, sin Manuel y en tierra extraña. Tras
su paso por quirófano, se pasa las tardes llorando y echando de menos su
pueblo. Su señora va a visitarla algún día y su amiga Elena se llega siempre al
finalizar su jornada, pero los días son interminables y empieza a sentirse un
poco depresiva…
El
cartero llega siempre tarde cuando nieva. A veces, pasan semanas sin recibir
correspondencia: Ana lleva tiempo sin tener noticias de España.
Esa mañana hace frío y la nieve empieza a
derretirse en las aceras. El hielo no deja aún recorrer fácilmente los caminos,
pero las cartas están empezando a llegar por fin a su destino. Las gentes, ocultas
tras los visillos de las ventanas, esperan la
llegada de noticias que ponen a los ciudadanos de aquel pueblo en contacto con
la civilización en los duros días de invierno. Hace tiempo que no se recibe
correspondencia, pero por fin llega.
Entre los mensajes varios, el funcionario de correos deja en el buzón una carta
con remite de España.
Ana
en su cama de hospital tiene un presentimiento: “hoy llegaran noticias”… y llegan.
Cuando su señora llama a la puerta de la habitación, siente un gran escalofrío,
seguro que trae algo para ella. Ingrid
le entrega una carta de España con el matasellos de hace quince días y a Ana le
da miedo abrirla. La última noticia de Manuel decía que éste se encontraba mal,
que
no podía levantarse de la cama y que no
enviase más dinero para medicinas, que ya, desgraciadamente, no hacía falta. Cuando se va la visita, se sienta en una silla
de la pequeña habitación hospitalaria y se queda mirando el sobre: está sucio y
arrugado, el color blanco está amarilleando y la letra con su nombre es torpe,
como de un niño chico o una persona que casi no sabe escribir, hay tantas así en
la España de la posguerra que es difícil saber quien la habrá escrito, y sin
remite. De nuevo llaman a la puerta y deja la carta descansar sobre la mesita
en espera de abrirla más tarde. Son los niños que vuelven del colegio y los ha
traído la niñera a verla. Las risas infantiles le hacen salir de su incipiente ataque de pánico, charla con ellos un rato, le dicen que la
echan de menos y están deseando que vuelva para que les haga uno de esos
bizcochos tan ricos. Por fin recogen sus mochilas y se despiden de ella.
Este
día las risas de los niños no han logrado animarla. Ahora vuelve a estar sola
en su cuarto, pero deja la carta sobre la mesa sin abrirla. Esperará un poco,
pronto le traerán la comida y quiere estar tranquila cuando la lea. Cuando
termina de comer y le recogen la bandeja, la soledad recuperada le hace enfrentarse
con la misiva. Se sienta en la cama y se dispone a abrir el sobre. Un folio se
muestra ante ella y, al final de éste, la firma de una prima segunda con la que
tiene alguna confianza, pero se ve que la letra no es suya, seguramente es del
cura, que es el que mejor sabe escribir del pueblo y le gusta estar enterado de
todo.
Querida prima:
Espero
que a la presente estés bien. Aquí la familia bien, gracias a Dios. Mi padre
sigue con sus achaques, pero no quiere ir al médico porque dice que los médicos
no tienen ni idea. Manoli se casó la semana pasada. Después de la boda, la
pareja se ha ido a trabajar a Sevilla a una casa
que dicen es muy buena y muy católica y que, a saber, los miércoles dan misa en
el salón. Yo, bien, aquí sigo con mis niños y mí José. Te escribo para darte
una mala noticia: el jueves pasado Manuel se puso peor y lo llevaron al
hospital y allí dijeron que no se podía hacer nada por él, pero que lo dejaban
allí pues estaba mejor atendido. El viernes por la tarde llamaron a Don
Basilio, el cura, para decirle que se había muerto y que quién se iba a hacer
cargo del entierro. Así que, como Manuel tenía en su casa un sobre con el
último dinero que tu le habías mandado, pensamos que se podía pagar el entierro
con él y no tendría que enterrarse en una fosa común. La tumba quedó preciosa y
Don Basilio dijo unas palabras muy bonitas en las cuales se te nombró a ti y,
además, pusimos tu nombre en la lápida: “Ana no te olvida” y la fecha. Te envío
uno de los recordatorios que hicimos con el dinero que sobró del entierro,
seguro que te gustará tenerlo.
Sin más, se despide tu prima. Te envío recuerdos de todos.
Las
lágrimas de Ana empezaron a caer por sus mejillas y sus azules ojos se nublaron
adquiriendo un color cristalino. Ahora ¿qué? Tanto abandono, tanto cambio,
tanto sacrificio y ni siquiera había muerto a su lado, sino en los brazos de
algún extraño. Se acabó. Con su muerte se han acabado sus ilusiones y sus inquietudes.
Entonces Ana se siente sola, sola en aquel país extraño, sola en la vida, sola
en aquel hospital que no habla su lengua. Pero ¿qué hacer? Ya ni siquiera puede
correr para llegar a verlo muerto, ya está enterrado. ¡Maldito clima alemán!
¡Maldita España! ¡Maldita la vida que la ha llevado lejos de su tierra! … Aquella
tarde Ana la dedica al duelo, llora todo lo que
queda de día, no cena nada y se queda dormida a última hora de la noche sobre
una almohada bañada en lágrimas. Los días siguientes hasta acabar su estancia
en el hospital son tristes, pero no cuenta a nadie su pena, tan sólo dice que
tiene jaquecas y le molestan las charlas, por eso no quiere visitas. Por fin le
dan el alta, no llama a ninguna persona para que vaya a recogerla, guarda sus
cosas en una bolsa de basura y se dirige en taxi a su casa donde es recibida
con alegría y mimos por parte de su familia alemana.
Tras
la primera jornada fuera del hospital, se dirige a una iglesia católica y reza
por Manuel. Luego se plantea su regreso a España. ¿Para qué? ¿Para pasar
hambre? ¿Para no poder hablar? Se quedará en Alemania, trabajará y conseguirá
ahorros para volver después de un tiempo, cuando las cosas en el país pinten
mejor.
Los
días siguientes pasan de forma lenta, a veces, sus piernas parecen no quererse
separar del suelo, la pena pesa. Pero, poco a poco, el llanto del atardecer se
va convirtiendo en pequeñas sonrisas que, sin darse cuenta, van dando paso a
auténticas risas y carcajadas. La tristeza se va diluyendo en la distancia y
Ana empieza a salir por las tardes con otras españolas que viven cerca de allí.
No tiene sentido encerrarse entre cuatro paredes, la vida continúa y le guste o
no forma parte de ella. Ni siquiera usa ya luto, el luto la pone triste y se ve
tan fea envuelta entre ropajes negros que le da la impresión de estar dentro de
una tumba abierta.
En la ciudad han abierto un centro donde se
reúnen españoles y otros emigrantes, dan guateques y hablan de su posible
vuelta a España. Ana empieza a
integrarse en aquel círculo, formando parte de aquel mundo de morriña, y
aquellas reuniones le ayudan a dejar atrás los días de quebranto. Ahora
Alemania se ha convertido en su patria de acogida, le ha lanzado una mano al
viento y ha recogido sus aflicciones. Esta nueva Alemania que se abre ante los
sorprendidos ojos del mundo que la ha vencido.
Alemania
tras la 2ª Guerra Mundial, cercana a la
época en la que Ana se establece allí, vive una gran recuperación de su
economía “El milagro alemán” como lo ha llamado la historia. Tras la guerra,
las ciudades alemanas habían quedado devastadas y comienzan una gran labor de
reconstrucción y estabilización, tanto de la población como de su economía.
Hacen falta muchas viviendas, hospitales, empresas y, sobre todo, mano de obra
para poder emprender un nuevo camino y ayudar a la gran masa de refugiados y
niños sin hogar que deambulan por sus calles. Allí está Ana, entre la población
que lucha y consigue remontar su vida. Este país que la ha acogido se recupera,
avanza, y ella forma parte de esa gran masa humana sin nombre que lucha para
sacar un país adelante y para sobrevivir. Allí está Ana, entre todas aquellas
manos que batallan día a día para salir adelante, entre las miles y miles de
manos emigrantes que llegan en busca de una existencia mejor en un país en
reconstrucción.
Ana
ha decidido comenzar una nueva vida fuera de su gente, lo ha meditado mucho y
en noches de insomnio y miedo aún piensa en su vuelta. Muerta su madre, muerto Manuel, su vida
carece de sentido en su pueblo, ya no le ata nada a su antigua casa. La familia
que allí posee mantiene escasas relaciones con ella. Su tía Lola, su primo
Juan… Volver a España es una locura. Alemania le ofrece una vida distinta.
Alemania está creciendo, mientras España se ve sumida en la represión y la
miseria…Pasado un tiempo, durante el cual toma una de las decisiones más
importante de su vida, le escribe una carta a su prima para darle las gracias
por lo que había hecho por Manuel y comunicarle su decisión de quedarse en
Alemania.
Querida
prima:
Lo
primero darte las gracias por todo lo que has hecho por Manuel. El día que
recibí la carta se me rompió el corazón y han tenido que pasar varias semanas
antes de poder coger un bolígrafo y contestarte. He pasado un tiempo en el
hospital, ¿te acuerdas de aquel dolor de espalda que a veces te decía que
tenía? Pues resultó ser una desviación y me tuvieron que operar, pero de eso
hace ya más de un mes y, gracias a Dios, parece que me he quedado bien; aunque
cuando coso siento un resquemor y me tengo que levantar muy a menudo para
estirarme. Claro, no lo sabes porque no te he escrito hace mucho tiempo, pero
desde hace días trabajo en media jornada nocturna en una fábrica de confección
de vestidos de señoras, la han abierto aquí en una zona industrial muy cerca de
donde yo vivo y mi señora no me ha puesto reparos para que, después de mi
trabajo en la casa, vaya allí. Eso sí, acabo cansada y duermo poco, pero merece
la pena ya que pagan bien. Perdona por mi tardanza, pero también quería estar
segura de la decisión que iba a tomar sobre quedarme aquí o no. Ahora ya sé lo que voy a hacer: me quedo
en Alemania, no tiene sentido volver allí. Aquí se vive bien, tenemos bastante
comida y la gente tiene muchas ganas de prosperar, además, no se está asfixiada
como en España que hay que estar midiendo todas las palabras y, ya sabes, que
mi lengua no se calla ante nada y eso algún día
allí me puede traer problemas. Me he integrado en un grupo formado por
emigrantes españoles e italianos, organizamos comidas, charlamos y recordamos
nuestras patrias, pero todos dicen lo mismo: “no se está en ningún sitio como
aquí”. Mi señora es muy buena y los niños alemanes no dan tanto trabajo como
los españoles, son mucho más tranquilos y obedientes; ahora, con la confección,
tal como te he contado, me saco un dinero extra. Aquí la gente empieza a ir muy
a la moda, pero no hay muchas modistas como en España que vayan a coser a las
casas, por lo cual, algunos fines de semana me llego a domicilios de señoras
alemanas y les hago arreglos. Como supondrás, estoy ahorrando y eso me da mucha
tranquilidad. La vivienda de mi madre podéis utilizarla mientras regreso, la
vuestra la dejó muy machacada la guerra, y es hora de que viváis un poco mejor.
No tenéis que pagarme renta, pero sí conservarla en buen estado para el día en
que yo vuelva, que, de momento, creo que voy a
tardar un poco.
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