miércoles, 29 de noviembre de 2017

               


                                  




                                ADIÓS, ANA ,ADIÓS

            El coche del pueblo estaba llegando a la estación de Córdoba en Sevilla, la tarde era gris, como la vida de muchos de los que vivían en esta tierra. Ana agarraba fuertemente su pequeña y desgastada maleta que le había prestado su tía, una maleta que había comprado para realizar un viaje al norte, pero que con la llegada del Golpe de Estado del General Franco se había truncado y se había quedado guardada como un tesoro en un altillo del armario. La maleta y las lágrimas eran lo único que ahora tenía Ana como suyo. Los sollozos no le dejaban ver los letreros que le informaban sobre el andén al cual llegaría su tren para Madrid. Y se limpió la tristeza con la manga del vestido. Tras Madrid, París: una parada en una estación, un bocadillo en el viejo apeadero que aún se intenta recuperar de las llagas de la gran guerra y otro extraño tren; un nuevo billete, otras caras, otro asiento, un camino por recorrer, otro bocadillo ya endurecido por el paso de las horas, una cabezadita en el incómodo y raído asiento que le ha tocado, un roce sin querer y una protesta ciega y…Hamburgo. Hamburgo, la ciudad que le va a solucionar sus problemas económicos, pero a la vez la ciudad que pone espacio entre el pasado y el presente, una ciudad que renace de sus cenizas y necesita mano de obre para crecer y olvidar…
             Sólo será por poco tiempo. Ana necesita conseguir el dinero suficiente para pagar la delicada operación a la cual tiene que someterse su novio, ya que en España resulta imposible obtener esa cantidad de una manera decente. España está llena de miseria, de miedos tras unos años de posguerra que no han hecho más que ocultar furtivas lágrimas tras la pérdida de la libertad.
            Manuel lleva enfermo desde hace 4 años y necesita unos medicamentos que en este país escasean, pues tan sólo los más pudientes pueden acceder a ellos y no siempre: no es su caso y sin ellos la operación de corazón a la que debe ser sometido será imposible.  Por lo cual Ana irá a Alemania para poder salvar a su querido Manuel.
             Ana nunca ha salido de su pueblo, ni siquiera al de al lado. Su vida se ha desarrollado en el corral de su casa criando gallinas, cosiendo para la calle y atendiendo a su madre hasta que ésta murió.  Poco después conoció a Manuel.
             Manuel apareció por el lugar una mañana de abril, venía de lejos, según dijo; pero todos pensaron que huía de una anterior identidad porque llevaba tatuado en el brazo una flor roja.  Nadie le preguntó nada. Había muchos secretos escondidos entre los pétalos de muchas rosas en aquel pueblo. Así que Manuel montó un bar en el centro de la villa, un pequeño negocio para poder sobrevivir, y luego se fija en Ana.
             Ana tiene unos inmensos ojos azules que intentan descubrir la vida en todo momento: la piel, blanca; el pelo, rubio y rizado; su cuerpo, delgado, pero con formas; su carácter, dulce. Es una mujer castigada por la vida, como todos en esa España, pero con una gran fuerza para luchar. Acaba de perder a su madre y, aunque con tristeza, está estrenando un tiempo que le corresponde vivir después de haber hecho de hija y enfermera en una húmeda y triste habitación.     
            Manuel y Ana se conocen en la plaza. Ella viene del mercado y él se está fumando un pitillo viendo como cae el agua de la fuente y se ofrece, galantemente, a llevarle la compra, y ella se deja ayudar. Necesita que la mimen y él la mima. Con el tiempo, Ana encuentra entre sus brazos el cariño que se le había ocultado durante años, se enamora de Manuel y empieza a vivir por primera vez. Desde ese momento, le ayuda en el bar sirviendo las mesas; algunas veces, se mete con él en la cocina; otras, simplemente, lo contempla ensimismada desde una esquina, como un gran tesoro que es sólo suyo.
            Pero Manuel tose, llegó tosiendo al pueblo y cada día lo hace más. Había aspirado humedad entre las paredes de algún agujero donde estuvo viviendo durante un tiempo. Se cansa, parece que la vida lo está dejando y, poco a poco, tiene que dejar de atender el bar, se asfixia a cada paso y le duele el corazón. Ana, con mucho esfuerzo, consigue llevarlo a la capital a un médico utilizando los pocos ahorros que le había dejado su madre. Aquella mañana se levantan temprano, se encuentran en la plaza y cogen el autobús que les conducirá hacia sus esperanzas de cura. Durante el recorrido, pasan por varios pueblos antes de llegar a su lugar definitivo. Los pueblos se han vuelto oscuros, como las personas que los habitan o, más bien, que los van deshabitando, porque son muchos los que se han ido en busca de trabajo a Suiza, Francia o Alemania. En cualquier sitio mejor que en España. En algunas calles tan sólo se ven niños, pocos, y personas mayores sentadas en las puertas de sus viejas casas esperando que pase la vida. Los más jóvenes han huido de aquella miseria hacia un futuro incierto, cualquier cosa mejor que malvivir entre mustias paredes sin porvenir alguno.
            Cuando llegan a la parada final, Manuel se ha dormido y Ana lo despierta con suavidad y cariño como si fuera su bebé, lentamente bajan y cogen un taxi, todo un lujo que los llevara a la consulta del médico. Llegan una hora antes, por lo cual tienen que hacer tiempo en una inhóspita sala de espera, sentados en unas duras sillas de madera en compañía de otros enfermos. Hay uno, que al igual que su Manuel, no deja de toser; otro, que da miedo verlo, tiene un gran bulto sobre so ojo izquierdo y se queja de que no logran curarlo; una señora, con un niño en brazos, no para de hablar sobre lo que le cuesta conseguir una comida apropiada para aquel chiquillo que no quiere comer de nada y se le está yendo. Ante la charla,la enfermera manda guardar silencio.
            Por fin les llega el turno, un poco asustados pasan a la habitación que hace las veces de consulta y sala de curas. La sala parece sacada de algún castillo, está llena de muebles antiguos muy barrocos destilando olor a viejo. El médico le pregunta muchas cosas a Manuel, y éste le contesta escuetamente: si, no. Parece tener miedo a hablar demasiado. Cuando acaba el interrogatorio, Manuel se tumba en una camilla y el doctor lo llena de cables y le dice que se esté quieto, mientras por una máquina sale un papel con unas especies de líneas azules y rojas con formas de pirámides y carreteras onduladas. Luego, le quita los cables al paciente y se pone con cara seria a estudiar aquel gráfico. Después de un rato y con cara de hombre importante, se sitúa delante de ellos y los mira solemnemente. Manuel tiene una lesión cardiaca, pero con una operación se arreglará todo. El problema es que si no se realiza dicha operación en poco tiempo la lesión irá a más e incluso podía conducirle a la muerte, por lo cual es imprescindible la intervención. Pero hay otro problema, antes debe de tomar una medicación especial que hay que pedir a Francia y resulta muy cara, si le traen el dinero él se encargara de los trámites, pero antes tienen que pagarla para poderla solicitar. No se puede hacer otra cosa.
            A Ana se le viene el mundo abajo, ninguno de los dos tienen dinero suficiente para poder pagar aquellos medicamentos. Manuel no está en disposición de trabajar, ella no puede llevar el bar sola, además, el bar da tan sólo para seguir viviendo y mal. Pero ella no va dejar que Manuel se consuma mientras tenga dos manos y así se lo hace saber al médico. Volverán con el dinero y se operara a tiempo.
            Fue ella la que toma la resolución de irse a trabajar a Alemania. Manuel no quiere, pero tampoco lucha en contra. Quiere vivir ante todo.
            Ana tiene una amiga en Hamburgo que se ha ido allí un año antes, de criada en una “buena casa”. Ha mantenido correspondencia con ella y le dice que le busque una casa donde trabajar, o un puesto en alguna fábrica de las que hay tantas en Alemania. Ella es una buena costurera y puede trabajar muchas horas sin cansarse, aunque últimamente tiene un persistente dolor de espalda, lo atribuye a la tensión nerviosa, a la pena. Pero Ana no le da importancia, sólo quiere irse pronto para volver con el dinero necesario para los medicamentos que le salvaran la vida a su novio. Y así es, su amiga del alma no le falla y no tarda en llegar la carta de Elena con un trabajo en Hamburgo en una casa, de cocinera.
            El tiempo empieza a correr, mientras ella se funde en la rutina diaria.  El día de la marcha ha llegado raudo, casi sin darle lugar a hacerse la idea de que va comenzar otra vida.
            Manuel calla, cada vez habla menos, la tristeza ha hecho mella en él, no quiere despedirse de Ana, tiene miedo de no volverla a ver.
            Así fue como Ana llega a esa estación de tren, sola, asustada, acompañada por aquella maleta que lleva tanto tiempo ansiando ser usada y que ahora viaja en unas manos distintas de las que fue su dueña, una maleta llena de penas en busca de una salida a una muerte, una muerte que lleva ya mucho tiempo escrita en el rostro de Manuel.
            Su amiga la esta esperando en el mismo andén. Se abrazan, unas lágrimas asoman por los ojos de ambas, y Elena le coge la maleta pues ve a Ana muy cansada y abatida por las horas de viaje, por el cambio, por su extrema responsabilidad ante Manuel, por la vida misma. Entran en un bar de la estación y Elena pide dos cafés y un bocadillo, allí, tranquilamente, se sumergen en una charla sobre la vida de ambas y su futuro.
             Elena está satisfecha en aquella ciudad, ha aprendido pronto la lengua y eso le ha reportado muchas ventajas. La casa en la cual trabaja es elegante y tiene una habitación para ella sola, algo que le ocurre por primera vez en su vida. En su pueblo, en casa de sus padres, ha compartido durante años una gran sala donde dormían sus progenitores al fondo y, separados por una cortina, estaban las camas de sus hermanos y la de ella. Ella tenía suerte, pues al ser la única chica tenía cama propia; aunque cuando su abuela los visitaba tenían que dormir juntas, algo que a veces no resultaba muy agradable. Sus hermanos se acostaban tres en el mismo colchón que recogían todas las mañanas para convertir aquel dormitorio múltiple en una cocina- salón-comedor. El servicio estaba en el corral.
            Elena le dice a Ana que está contenta, a pesar de que tiene que aguantar las manías de la señora y las salidas de tono del marido. Lleva la casa y los niños, y el sueldo es bueno, sobre todo para una española, le permite enviar a sus padres todos los meses lo necesario para que ellos puedan vivir mejor, incluso ahorra algo para una futura vuelta. Ana irá a las afueras, a una zona residencial, a una casa con jardín donde hará de cocinera y de lo que le pidan para el mantenimiento del hogar. Son una buena familia y le darán un día libre a la semana, en ese día podrán quedar para verse en el centro de la ciudad.
            En la misma estación a la que había llegado unas horas antes, Ana coge un tren de cercanías que le conduce al pueblo donde va a buscar su futuro. Elena le ha dado una carta de presentación y un papel con la dirección de la casa. “Está cerca, una vez bajes, podrás ir andando, enseñas el papel con la dirección que ya te indicarán”.
            El tren recorre lentamente un camino lleno de grandes árboles que parecen querer besar el cielo. Ana observa todo aquello que resulta para ella tan singular, nada que ver con su cálida Andalucía: las casas tienen tejados rojos que hacen compañía a la naturaleza integrándose en ella, las puertas y ventanas de madera cobijan dentro las chimeneas que brindan calor al hogar y que expulsan su humo por encima de sus tejas, hay verdes campos donde pastan a placer las vacas y arriba un cielo gris que deja pasar algún leve rayo de sol. Nadie hubiera dicho que una gran guerra acababa de pasar por allí.
            Ana que es muy observadora se fija en los rostros de aquellos hombres y mujeres que la rodean: rubios, altos, ojos azules. Ella puede mezclarse entre ellos sin que nunca piensen, si no habla, claro, de su lejana procedencia. En el fondo del vagón, hay una familia entera formada por los padres y seis hijos que toma el almuerzo. En el vagón se escucha un murmullo de palabras incomprensibles para ella, suenan duras, como un susurro mandato, nada que ver con los gritos de los trenes españoles. Aquí las risas son suaves, pero las miradas parecen esquivas.
            Cuando el tren se para, reconoce el nombre de la estación escrito por su amiga en el papel, así que toma su maleta y baja al andén. Allí comienza de nuevo su futuro, su aventura fuera de casa.
            Tal como le había dicho Elena, hay un cartel señalando el lugar al cual ella se dirige. Se pone en marcha cargada con su valija, sus ilusiones y sus miedos. Es la primera vez que se encuentra lejos de su tierra, de su familia y de Manuel…
            Tras un breve recorrido, llega a la casa donde la esperan, mientras unos tenues rayos solares le dan la bienvenida. Antes de llamar a la puerta, se queda un rato observando el que va a ser su nuevo hogar. Siente miedo y tiene unas ganas tremendas de volver a coger los trenes que la lleven de vuelta a casa.  Aun así se recompone pronto y junta el valor necesario para llamar a la puerta. Abre una mujer muy rubia y aún joven, aunque algo ajada, con un niño de pecho en brazos.
            -Buenas tardes, ¿Gutten Tag? Soy Ana y me envía Elena, de España.
            -Buenas tardes, hablo algo de su lengua. Me llamo Ingrid y soy la señora, este es mi hijo pequeño, Don. Entre bitte.
            El interior de la vivienda es muy acogedor, lleno de pequeños detalles que en España ni siquiera se conocen. España es austera y fría y sobre sus repisas duermen aún flamencas y toreros. Aquello es distinto: es un hogar.
             Los primeros meses pasan rápidos. Ana se esfuerza por dar lo mejor de ella y descansa poco, pero lo hace con la esperanza de salvar a su Manuel y no le cuesta trabajo. Cuando termina todas las labores del hogar, cose para algunas amigas de su señora y así se gana un pequeño sobresueldo. Empieza poco a poca a cogerle cariño a aquella tierra y a conocer el idioma, lo que le ayuda a integrarse rápidamente, no lo escribe, pero lo entiende bien y sabe leer más o menos los letreros  . No echa en falta España, allí hay mucha escasez y miserias. Pero añora a Manuel, sabe de él por dos cartas que le han llegado recientemente, aquellas misivas le dicen que la salud de Manuel empeora: “si sigue así no habría nada que hacer, la tos no para ni de día ni de noche y últimamente lo está visitando la fiebre demasiado a menudo”. Ana envía, religiosamente, gran parte de su dinero a España para que pueda comprar las medicinas tan caras y necesarias. Pero no existen medicinas milagrosas, y la salud de Manuel no mejora y se apaga minuto a minuto. Ana no puede volver, hace falta el dinero para los medicamentos. Tal vez, aún es demasiado pronto para que hagan efecto o, quizá, ya no volverá a ver a Manuel.
            Mientras tanto, la vida se Ana se hace más fácil. Una vez adaptada, tiene su círculo de amigas y salen los fines de semana: van al cine -en España tan sólo había ido una vez-, al parque o se reúnen en alguna casa donde charlar tranquilamente de su tierra y sus gentes. Ella se ha encariñado con la familia con la que trabaja y se siente bien. Haciendo uso de su tiempo libre, Ana se presenta a una entrevista en una fábrica de confección; aunque no piensa dejar la casa en la que trabaja, espera coger un turno de tarde y arreglar el horario con su señora. Todas las noches se dice lo mismo pensando en la España que dejó atrás: en Alemania la vida es más placentera, se pasa menos hambre y también se encuentra más libre.
            Una maña fría de invierno, al levantarse de la cama, siente que algo se le quiebra en la espalda y no puede ponerse en pié, llama a su señora y ésta al médico. Cuando el médico la reconoce la envía al hospital donde, tras una gran batería de pruebas, tiene que someterse a una pequeña operación de columna, pues tiene una desviación corregible con una fácil intervención. En el hospital, tendrá que guardar reposo durante un mes: sin familia, sin Manuel y en tierra extraña. Tras su paso por quirófano, se pasa las tardes llorando y echando de menos su pueblo. Su señora va a visitarla algún día y su amiga Elena se llega siempre al finalizar su jornada, pero los días son interminables y empieza a sentirse un poco depresiva…
            El cartero llega siempre tarde cuando nieva. A veces, pasan semanas sin recibir correspondencia: Ana lleva tiempo sin tener noticias de España.
             Esa mañana hace frío y la nieve empieza a derretirse en las aceras. El hielo no deja aún recorrer fácilmente los caminos, pero las cartas están empezando a llegar por fin a su destino. Las gentes, ocultas tras los visillos de las ventanas, esperan   la llegada de noticias que ponen a los ciudadanos de aquel pueblo en contacto con la civilización en los duros días de invierno. Hace tiempo que no se recibe correspondencia, pero  por fin llega. Entre los mensajes varios, el funcionario de correos deja en el buzón una carta con remite de España.
            Ana en su cama de hospital tiene un presentimiento: “hoy llegaran noticias”… y llegan. Cuando su señora llama a la puerta de la habitación, siente un gran escalofrío, seguro que trae algo para ella.  Ingrid le entrega una carta de España con el matasellos de hace quince días y a Ana le da miedo abrirla. La última noticia de Manuel decía que éste se encontraba mal, que
 no podía levantarse de la cama y que no enviase más dinero para medicinas, que ya, desgraciadamente, no hacía falta.  Cuando se va la visita, se sienta en una silla de la pequeña habitación hospitalaria y se queda mirando el sobre: está sucio y arrugado, el color blanco está amarilleando y la letra con su nombre es torpe, como de un niño chico o una persona que casi no sabe escribir, hay tantas así en la España de la posguerra que es difícil saber quien la habrá escrito, y sin remite. De nuevo llaman a la puerta y deja la carta descansar sobre la mesita en espera de abrirla más tarde. Son los niños que vuelven del colegio y los ha traído la niñera a verla. Las risas infantiles le hacen salir de su incipiente ataque de pánico, charla con ellos un rato, le dicen que la echan de menos y están deseando que vuelva para que les haga uno de esos bizcochos tan ricos. Por fin recogen sus mochilas y se despiden de ella.
            Este día las risas de los niños no han logrado animarla. Ahora vuelve a estar sola en su cuarto, pero deja la carta sobre la mesa sin abrirla. Esperará un poco, pronto le traerán la comida y quiere estar tranquila cuando la lea. Cuando termina de comer y le recogen la bandeja, la soledad recuperada le hace enfrentarse con la misiva. Se sienta en la cama y se dispone a abrir el sobre. Un folio se muestra ante ella y, al final de éste, la firma de una prima segunda con la que tiene alguna confianza, pero se ve que la letra no es suya, seguramente es del cura, que es el que mejor sabe escribir del pueblo y le gusta estar enterado de todo.
Querida prima:
            Espero que a la presente estés bien. Aquí la familia bien, gracias a Dios. Mi padre sigue con sus achaques, pero no quiere ir al médico porque dice que los médicos no tienen ni idea. Manoli se casó la semana pasada. Después de la boda, la pareja se ha ido a trabajar a Sevilla a una casa que dicen es muy buena y muy católica y que, a saber, los miércoles dan misa en el salón. Yo, bien, aquí sigo con mis niños y mí José. Te escribo para darte una mala noticia: el jueves pasado Manuel se puso peor y lo llevaron al hospital y allí dijeron que no se podía hacer nada por él, pero que lo dejaban allí pues estaba mejor atendido. El viernes por la tarde llamaron a Don Basilio, el cura, para decirle que se había muerto y que quién se iba a hacer cargo del entierro. Así que, como Manuel tenía en su casa un sobre con el último dinero que tu le habías mandado, pensamos que se podía pagar el entierro con él y no tendría que enterrarse en una fosa común. La tumba quedó preciosa y Don Basilio dijo unas palabras muy bonitas en las cuales se te nombró a ti y, además, pusimos tu nombre en la lápida: “Ana no te olvida” y la fecha. Te envío uno de los recordatorios que hicimos con el dinero que sobró del entierro, seguro que te gustará tenerlo.
Sin más, se despide tu prima.  Te envío recuerdos de todos.
            Las lágrimas de Ana empezaron a caer por sus mejillas y sus azules ojos se nublaron adquiriendo un color cristalino. Ahora ¿qué? Tanto abandono, tanto cambio, tanto sacrificio y ni siquiera había muerto a su lado, sino en los brazos de algún extraño. Se acabó. Con su muerte se han acabado sus ilusiones y sus inquietudes. Entonces Ana se siente sola, sola en aquel país extraño, sola en la vida, sola en aquel hospital que no habla su lengua. Pero ¿qué hacer? Ya ni siquiera puede correr para llegar a verlo muerto, ya está enterrado. ¡Maldito clima alemán! ¡Maldita España! ¡Maldita la vida que la ha llevado lejos de su tierra! … Aquella tarde Ana la dedica al duelo, llora todo lo que queda de día, no cena nada y se queda dormida a última hora de la noche sobre una almohada bañada en lágrimas. Los días siguientes hasta acabar su estancia en el hospital son tristes, pero no cuenta a nadie su pena, tan sólo dice que tiene jaquecas y le molestan las charlas, por eso no quiere visitas. Por fin le dan el alta, no llama a ninguna persona para que vaya a recogerla, guarda sus cosas en una bolsa de basura y se dirige en taxi a su casa donde es recibida con alegría y mimos por parte de su familia alemana.
            Tras la primera jornada fuera del hospital, se dirige a una iglesia católica y reza por Manuel. Luego se plantea su regreso a España. ¿Para qué? ¿Para pasar hambre? ¿Para no poder hablar? Se quedará en Alemania, trabajará y conseguirá ahorros para volver después de un tiempo, cuando las cosas en el país pinten mejor.
            Los días siguientes pasan de forma lenta, a veces, sus piernas parecen no quererse separar del suelo, la pena pesa. Pero, poco a poco, el llanto del atardecer se va convirtiendo en pequeñas sonrisas que, sin darse cuenta, van dando paso a auténticas risas y carcajadas. La tristeza se va diluyendo en la distancia y Ana empieza a salir por las tardes con otras españolas que viven cerca de allí. No tiene sentido encerrarse entre cuatro paredes, la vida continúa y le guste o no forma parte de ella. Ni siquiera usa ya luto, el luto la pone triste y se ve tan fea envuelta entre ropajes negros que le da la impresión de estar dentro de una tumba abierta.
             En la ciudad han abierto un centro donde se reúnen españoles y otros emigrantes, dan guateques y hablan de su posible vuelta a España.  Ana empieza a integrarse en aquel círculo, formando parte de aquel mundo de morriña, y aquellas reuniones le ayudan a dejar atrás los días de quebranto. Ahora Alemania se ha convertido en su patria de acogida, le ha lanzado una mano al viento y ha recogido sus aflicciones. Esta nueva Alemania que se abre ante los sorprendidos ojos del mundo que la ha vencido.
            Alemania tras la 2ª Guerra Mundial, cercana a  la época en la que Ana se establece allí, vive una gran recuperación de su economía “El milagro alemán” como lo ha llamado la historia. Tras la guerra, las ciudades alemanas habían quedado devastadas y comienzan una gran labor de reconstrucción y estabilización, tanto de la población como de su economía. Hacen falta muchas viviendas, hospitales, empresas y, sobre todo, mano de obra para poder emprender un nuevo camino y ayudar a la gran masa de refugiados y niños sin hogar que deambulan por sus calles. Allí está Ana, entre la población que lucha y consigue remontar su vida. Este país que la ha acogido se recupera, avanza, y ella forma parte de esa gran masa humana sin nombre que lucha para sacar un país adelante y para sobrevivir. Allí está Ana, entre todas aquellas manos que batallan día a día para salir adelante, entre las miles y miles de manos emigrantes que llegan en busca de una existencia mejor en un país en reconstrucción.
            Ana ha decidido comenzar una nueva vida fuera de su gente, lo ha meditado mucho y en noches de insomnio y miedo aún piensa en su vuelta.  Muerta su madre, muerto Manuel, su vida carece de sentido en su pueblo, ya no le ata nada a su antigua casa. La familia que allí posee mantiene escasas relaciones con ella. Su tía Lola, su primo Juan… Volver a España es una locura. Alemania le ofrece una vida distinta. Alemania está creciendo, mientras España se ve sumida en la represión y la miseria…Pasado un tiempo, durante el cual toma una de las decisiones más importante de su vida, le escribe una carta a su prima para darle las gracias por lo que había hecho por Manuel y comunicarle su decisión de quedarse en Alemania.
            Querida prima:


            Lo primero darte las gracias por todo lo que has hecho por Manuel. El día que recibí la carta se me rompió el corazón y han tenido que pasar varias semanas antes de poder coger un bolígrafo y contestarte. He pasado un tiempo en el hospital, ¿te acuerdas de aquel dolor de espalda que a veces te decía que tenía? Pues resultó ser una desviación y me tuvieron que operar, pero de eso hace ya más de un mes y, gracias a Dios, parece que me he quedado bien; aunque cuando coso siento un resquemor y me tengo que levantar muy a menudo para estirarme. Claro, no lo sabes porque no te he escrito hace mucho tiempo, pero desde hace días trabajo en media jornada nocturna en una fábrica de confección de vestidos de señoras, la han abierto aquí en una zona industrial muy cerca de donde yo vivo y mi señora no me ha puesto reparos para que, después de mi trabajo en la casa, vaya allí. Eso sí, acabo cansada y duermo poco, pero merece la pena ya que pagan bien. Perdona por mi tardanza, pero también quería estar segura de la decisión que iba a tomar sobre quedarme aquí o no.     Ahora ya sé lo que voy a hacer: me quedo en Alemania, no tiene sentido volver allí. Aquí se vive bien, tenemos bastante comida y la gente tiene muchas ganas de prosperar, además, no se está asfixiada como en España que hay que estar midiendo todas las palabras y, ya sabes, que mi lengua no se calla ante nada y eso algún día  allí me puede traer problemas. Me he integrado en un grupo formado por emigrantes españoles e italianos, organizamos comidas, charlamos y recordamos nuestras patrias, pero todos dicen lo mismo: “no se está en ningún sitio como aquí”. Mi señora es muy buena y los niños alemanes no dan tanto trabajo como los españoles, son mucho más tranquilos y obedientes; ahora, con la confección, tal como te he contado, me saco un dinero extra. Aquí la gente empieza a ir muy a la moda, pero no hay muchas modistas como en España que vayan a coser a las casas, por lo cual, algunos fines de semana me llego a domicilios de señoras alemanas y les hago arreglos. Como supondrás, estoy ahorrando y eso me da mucha tranquilidad. La vivienda de mi madre podéis utilizarla mientras regreso, la vuestra la dejó muy machacada la guerra, y es hora de que viváis un poco mejor. No tenéis que pagarme renta, pero sí conservarla en buen estado para el día en que yo vuelva, que, de momento, creo que voy a tardar un poco.

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